En ocasiones, no obstante, el trecho entre apariencia y realidad nos reserva un final feliz. Tal es el caso del que fuera Príncipe Felipe. De él se decía que era un pijo, pero no un pijo a la manera de Félix de Azúa u Oscar Tusquets (atención, editor, la ‘O’ de Óscar no lleva tilde por expresa indicación del antedicho, que lo considera una aberración tipográfica); no, el Príncipe Felipe tendía, según las malas lenguas, a émulo de David Summers. Ahora, en cambio, sus primeros pasos como jefe de Estado hablan de un hombre de hechuras quijotescas. Distinta suerte ha corrido su hermana, a quien teníamos por afable, mundana y políglota, si bien su auténtica desgracia es que, muy probablemente, lo siga siendo.
No así los Pujol, de quienes, viendo al páter y sus vástagos coronar la Pica d’Estats, jamás habría pensado que fueran, en verdad, unos Gil y Gil con ínfulas.
Menos mal que todavía quedan españoles que son exactamente lo que parecen. Pablo Iglesias, por ejemplo. Dijo que era partidario de establecer “mecanismos de control público para regular a los medios de comunicación y garantizar así la libertad de prensa” y, a los pocos días, trató de silenciar a Esperanza Aguirre y a Eduardo Inda, con la ayuda, eso sí, de una turba de microdonantes transmutados en Pueblo. Y todo porque, al parecer de Aguirre e Inda, el hecho de que Iglesias elogiara en una herriko los análisis de ETA (que, recordemos, enseguida se dio cuenta de que esta Constitución era poco menos que una patraña) resume a las claras la genuflexión de cierta izquierda ante al terrorismo. Un terrorismo que sí, de acuerdo, ha provocado mucho dolor, pero (porompompero) tiene causas políticas.
Zoom News, 14 de julio de 2014
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