jueves, 5 de diciembre de 2013

El lesbianismo, intrucciones de uso


Hay algo incómodo a fuer de veraz en la afirmación de que La vida de Adèle es, antes que un romance de lesbianas, una (gran) historia de amor. No en vano, e históricamente, el melodrama y la homosexualidad han tendido a repelerse, ya fuera por prejuicios homófobos o, en los últimos tiempos, en virtud de una corrección política que ha exaltado el arquetipo en la misma medida en que ha difuminado al individuo. Sea como sea, ello se ha traducido en la ausencia en la «cinematografía gay» (ya ven que lo digo con prevención) de parejas a la manera de Rick e Ilsa, Denys y Karen o Laszlo y Katharine. Si la película de Abdellatif Kechiche supone un punto y aparte se debe, en cierto modo, a que imbuye al espectador del anhelo, tan fiero como placentero, de que el amor de Adèle y Emma sobreviva a los títulos de crédito. Se trata de la misma ensoñación que nos lleva a suspirar por que Rick suba al avión, sin que importe demasiado que sea la quincuagésima vez que vemos Casablanca. 

Así y todo, el día en que fui a ver la película aprecié cómo, entre algún que otro gimoteo, se abría paso una cuña burlesca, el típico chasquido con que los críticos existencialistas suelen levantar acta de un detalle trivial y crucial, cual pajilleros dando gusto a su perspicacia. Mas la nota de incredulidad no provenía de ningún Anton Ego, sino de tres mujeres que se sentaban cuatro o cinco butacas detrás de mí. Más que una fila, parecían ocupar una bancada, que es el nombre con que, extrañamente, designamos los escaños cuando los diputados se convierten en turba.

Ya en casa, confirmé mis sospechas: algunas de las escenas de La vida de Adèle, particularmente las de sexo explícito, habían recibido la preceptiva estopa del feminismo radical, sintagma que empieza a ser una mera antesala del pleonasmo. Según esta corriente de opinión, la relación entre Adèle y Emma no era lo suficientemente «lesbiana»; parecía lesbiana, sí, pero no era más que un remedo del «auténtico lesbianismo». Se trataba, en fin, de un artificio ideado para alegrar la vista de los hombres heterosexuales (el cerco se iba cerrando peligrosamente alrededor de mí y los de mi calaña). Las lesbianas, insistían, no nos amamos así; esas contorsiones son inverosímiles, impropias de nuestra tribu. Y, por supuesto, ninguna de nosotras, que se sepa, ha alcanzado el orgasmo con frotamientos como los que se ven en la película.

En mi tierna infancia oí hablar del «mito del orgasmo vaginal» y aun de la imperiosa, cuasi liberadora necesidad de repudiar la penetración, pues era la prueba de que el capitalismo, tan proteico en sus formas de perpetuación, se había adueñado de tu cama. En otras palabras: aquello que tú creías un acto de amor era en verdad un engranaje de transmisión ideológica, una forma de apuntalar el sistema, y así hasta el temor alucinado y plausible de que cada vez que arremetías contra el sexo de tu novia moría un negrito en Sudán, se extinguía una tribu en el Amazonas o desaparecía una lengua minoritaria de la vertiente norte de un atolón del Pacífico. Y claro, así no había forma de follar. Nunca tuve la menor duda de que, entre los activistas de izquierdas, la asunción de estos mandamientos eran un mero postureo (¡nunca mejor dicho!), una suerte de kamasutra espectral por el que todo hombre, máxime si se preciaba de «nuevo», había de regirse.

No ignoraba, en fin, que si el catolicismo inventó el petting el comunismo lo refinó hasta lo indecible, pero qué quieren, ya no creía probable una inmersión (lingüística, sí, todas lo son) como la del otro día, en que el sexo (un sexo esplendoroso, furtivo, celestial) era de nuevo interceptado en una aduana.

Pero yo venía a hablarles de otra cosa, como ya empieza a ser mi sino. Yo venía a exaltar la tonificante francesía de la película. No sólo porque sus personajes hablen; también porque leen; y lo hacen, además, acuciados por una instrucción cívica, personificada en el delicadísimo mohín con que Adèle, maestra de prescolar, va embridando los quehaceres de sus alumnos. Porque en esa lectura trastabillada y luminosa aletea el contento de vivir. Porque, como se estila en la patria de Cahiers, las amantes se besan al principio y luego ya todo es cuesta arriba, una crónica apacible del durante y del después. Y porque el padrastro de Emma suele cocinar amortajando la impaciencia con un vaso de vino, como es costumbre en mi casa.

El profesor Santiago Navajas ha escrito una admirable crítica de la película; hacía días que la esperaba, pues estaba convencido de que no había mejor escaparate para evidenciar los costurones de La vida de Adèle que su blog, Cine y Política. El gran borrón de su artículo, sin embargo, no es que considere que se trata de una película mediocre, sino este párrafo: 

La tesis de que una mayor apertura intelectual, sea literaria o artística, lleva a una mayor tolerancia moral en cuanto que se está menos sometidos a los clichés, por una parte, mientras se amplía el ámbito de las vivencias imaginarias, por otro, es un buen argumento que el director envuelve torpemente en un vulgar drama pequeño burgués.

Esa tesis está soberbiamente desarrollada, porque son precisamente las dificultades de Adèle (y ello, pese a ser una mujer con «inquietudes») para congeniar con los amigos intelectuales de su novia lo que termina por ahogar la relación. La cultura, sugiere la película, es un dique, ora disfrazado de mirador, ora de rompeolas, pero dique al fin y al cabo; una pértiga que nos lanza por los aires y se acaba quebrando en el último minuto para hurtarnos el porvenir.

A eso venía, sí; cuando menos, esa era la idea que aquella tarde, en la penumbra de la sala, había empezado a amasar. Hasta que esas tres gracias se enfundaron el traje de policía. Y no precisamente para emular a Village People.


Jot Down, 2 de diciembre de 2013

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