jueves, 10 de noviembre de 2022

Salvado

B. tenía invitaciones para el teatro. Una obra un poco especial, me advirtió. Tan especial que me sugirió que llevara a las niñas, que les chiflaría. B. hablaba así: acariciaba una blusa de 300 euros en el atelier más espartano del Borne y musitaba “me chifla” sin que el mundo se agrietara. Pertenecía a esa clase de mujeres que tienen ‘algo de jaqueca’ y se hallan 'indispuestas', sí, pero que no escatiman extravagancias de otro orden; urbanitas salidas de una película francesa que tras confesarte que hace una tarde magnífica para morir, te arreglan el cuello de la camisa, sonríen y te preguntan: “¿Adónde me llevas hoy a cenar?”. En cierto modo las define su carácter inasible, la imposibilidad de etiquetarlas como pijas sin más. Y fue así, por el deslizadero de ir simpatizando con sus rarezas, como mis hijas y yo nos vimos una tarde de  julio en el gallinero del Tívoli,  fingiendo atender una función de Jorge Javier Vázquez. Biográfica, para más cojones: el mariquita de Badalona al que la realidad le es hostil, y que va superando adversidades mientras canturrea coplas para, al cabo, poner rumbo a Madrid. Al parecer, JJV había elogiado la Gran Novela de B. en Sálvame y, luego del preceptivo intercambio de agradecimientos, aquél le había enviado unas entradas. Como todo podía ir a peor, tuvimos que ir a saludarlo al camerino para que constara que B. había hecho acto de presencia. Pero ahí no acabó todo.

JJV.- ¿Qué os ha parecido?

B-. Una agradabilísima sorpresa.

(La muy jodida tiraba de frase promocional de best seller con una facilidad deslumbrante.)

JJV.- ¿Y a ti?

“Ti” era yo.

P.- Jamás había presenciado un ejercicio tan admirable de valentía.

Los celos de B. por mi ‘fajín’, obviamente superior, no remitieron hasta los postres.

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