B. tenía invitaciones para el teatro. Una obra un poco
especial, me advirtió. Tan especial que me sugirió que llevara a las niñas, que
les chiflaría. B. hablaba así: acariciaba una blusa de 300 euros en el atelier
más espartano del Borne y musitaba “me chifla” sin que el
mundo se agrietara. Pertenecía a esa clase de mujeres que tienen ‘algo de jaqueca’ y se
hallan 'indispuestas', sí, pero que no escatiman extravagancias de otro orden; urbanitas
salidas de una película francesa que tras confesarte que hace una tarde
magnífica para morir, te arreglan el cuello de la camisa, sonríen y te
preguntan: “¿Adónde me llevas hoy a cenar?”. En cierto modo las define su
carácter inasible, la imposibilidad de etiquetarlas como pijas sin más. Y fue
así, por el deslizadero de ir simpatizando con sus rarezas, como mis
hijas y yo nos vimos una tarde de julio en el gallinero del Tívoli, fingiendo atender una función de Jorge Javier Vázquez. Biográfica, para más cojones: el mariquita de
Badalona al que la realidad le es hostil, y que va superando adversidades mientras
canturrea coplas para, al cabo, poner rumbo a Madrid. Al parecer, JJV
había elogiado la Gran Novela de B. en Sálvame y, luego del preceptivo
intercambio de agradecimientos, aquél le había enviado unas entradas. Como todo podía
ir a peor, tuvimos que ir a saludarlo al camerino para que constara que B. había
hecho acto de presencia. Pero ahí no acabó todo.
JJV.- ¿Qué os ha parecido?
B-. Una agradabilísima sorpresa.
(La muy jodida tiraba de frase promocional de best seller con una facilidad deslumbrante.)
JJV.- ¿Y a ti?
“Ti” era yo.
P.- Jamás había presenciado un ejercicio tan admirable de valentía.
Los celos de B. por mi ‘fajín’, obviamente superior, no remitieron hasta los postres.
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