A finales de julio llamó Jambrina. Yo me había lesionado jugando a ser boxeador y no podía más que caminar por el Retiro, oficina outdoor que, con el descubrimiento de la biblioteca Eugenio Trías, sería Indoor. Días antes Valdeón me había propuesto “hacer algo” y Jambrina lo concretó en un manifiesto. Yo era reacio por varias razones. La más obvia tenía que ver con lo infructuoso del intento, con que todo se resumiera en un ejercicio eminentemente higiénico, en una flexión virtuosa que, antes que denunciar la censura, ensalzara la intachable moral de los denunciantes. Un manifiesto, me dije, no debe ser un desahogo estilístico de vocación melancólica, sino la marca perpetua de hasta dónde llegaron las aguas, una suerte de instrucción cívica que opere a modo de hemeroteca y de observatorio, y que incorpore un colofón (subtexto) que sugiera: “No ha habido más inundaciones como aquella”. Por eso se me ocurrió que, más que de escribir manifiestos, había llegado el momento de manifestarse. Hubo unanimidad. Sería un homenaje en un local público y, dado Madrid, postinero. El modelo que Valdeón tenía en mente fue el tributo a Boadella en el Muñoz Seca, pero con algo menos de vuelo, por razones técnicas. También podría valernos el acto de Libres e Iguales en el Calderón, o un programa de variedades salpicado con intervenciones grabadas de Pinker, Rushdie, Dawkins… ¡Y todo culminado con la lectura de... un manifiesto! (Alguien lo dijo, estoy seguro, y me temo que fui yo.) Ninguno de nosotros habló de la posibilidad de un Femen o un Tunick, omisión que, mal me está decir, nos honra. Por entonces Bernal ya se había incorporado a los preparativos, pero en lo sustancial seguíamos siendo un comité de festejos más bienintencionado que fructífero, así que enredamos a Boadella y a Cayetana. Una subcontrata de talento. Una vez que supo de nuestras intenciones, Boadella se abrió de capa: “Lo que hay que evitar es que esto tenga un aire necrológico”. Quien más claramente asintió fue Cayetana.
Por decirlo todo, mi principal objeción para no divulgar un manifiesto al uso era el probable deslizamiento 'ad hominem'. La herida estaba fresca y le dije a Jambrina y a Julio que no planteáramos nada que no pudiera firmar Rafa. Nada que salpicara al amigo, que al fin y al cabo fue quien quiso tener con él a Arcadi en La Brújula, y que había experimentado de la manera más injusta posible lo que supone alzar el vuelo con plomo en las alas. Julio (sobre todo Julio, nuestro enfático Julio) y Juanjo cerraron filas. Tal vez de ahí (es indemostrable) llegara la solución. Hay manifiestos que se utilizan para 'retratar' a quienes no lo firman, y este no debía ser el caso. Ni siquiera merecía la pena que los compañeros de Arcadi en Onda Cero sufrieran un vahído o asistir al impagable espectáculo de las objeciones sobrevenidas, o al del saltataulells que te pregunta: "¿Podría pasarme la lista de firmantes?". Salvo John Müller, un galáctico, todos los contertulios hicieron gala de su proverbial cobardía porque, como ya cantara Joan Baptista Humet: "Hay que vivir, amigo mío, hay que vivir, y ya va haciendo frio".
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