El intento de levantar un dique entre el nacionalismo y la violencia, como si el primero no fuera en esencia un bullying a gran escala, es un clásico español. Las contorsiones de los locutores de televisión, tratando de compensar cualquier mención a los bárbaros con la postilla cuasi maquinal de que a pocos metros se celebraba una manifestación virtuosa, modélica, y, por qué no decirlo, catalana, componen un ceremonial siniestro, que recuerda al mito de un nazismo jovial, edificante, resueltamente compatible con la democracia liberal. (Lean, por favor, esa vibrante reconstrucción de la historia europea a partir de los demonios familiares que es Los amnésicos, de la periodista franco-alemana Géraldine Schwarz.)
Poco importa que los pacifistas que atestaron los Jardinets de Gracia se dieran al tiro al reportero, en rigorista aplicación de la consigna más coreada durante las jornadas del odio: “Prensa española, manipuladora”. Esta pertinaz agresión, este recurrente señalamiento, que en cualquier otro ecosistema político habría incitado a las más bellas almas a clamar: “¡No quieren testigos!”, en el mainstream español pasa por un ritornelo moralmente admisible, casi ejemplar. Y no cabe descartar que la piedra angular de la sumisión al diktat fuera la mordaza impuesta a El País a cuenta del caso Banca Catalana. Juan Luis Cebrián ha tardado cuarenta años en rechistar.
El modo en que España, y más precisamente la izquierda española, ha interiorizado la hegemonía nacionalista se ha puesto estos días de relieve en la aceptación acrítica de la propaganda supremacista. Y me temo que ‘aceptación acrítica’ es un sintagma que, para lo que hace al caso, peca de optimismo. “Marchas por la libertad” y “tsunami democrático”, forman parte de la misma hidra que dio “derecho a decidir”, “esto va de democracia” o “ni un papel en el suelo”.
Esta última, por cierto, cobró visos de verdad el pasado viernes, pero sólo porque ya no había suelo. Llevado al paroxismo, el campo semántico del procés se va poblando de criaturas mitológicas como xenofobia festiva, sabotaje cívico, racismo lúdico… Por lo demás, bastó la intervención de no más de dos docenas de ultras para que el progreísmo (ojo, editor, no falta ninguna ese) pudiera incrustar en su relato la más lujuriosa de sus fantasías: la de la guerra civil 2.0, de la que participan, cómo no, la mayoría de los corresponsales extranjeros, cuyo principal rito de paso en el oficio es emular a Hemingway (siempre a Hemingway, nunca a Dos Passos). La escaramuza del viernes en la calle Balmes no consistió en una banda de fascistas apaleando a un antifascista. Lo que ahí se ventilaba era un altercado entre fascistas. Una reyerta, sí, esa palabra que con tanto desahogo reservamos a Montoyas y Tarantos.
El día 14, en cuanto se hizo pública la sentencia, cientos de entidades catalanas divulgaron al unísono un comunicado (en puridad, otro editorial único) en el que manifestaban su preocupación por que el Supremo hubiera condenado por sedición a los instigadores del 1-O. La bacanal de destrucción que ha asolado Barcelona no le ha merecido una sola línea a esa trama civil. A estas alturas, y dado el estado de gravedad del policía al que reventaron la cabeza, incluso veo más probable que se esté gestando un Ciutat morta.
Voz Pópuli, 21 de octubre de 2019
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