La acritud ambiental contra la repetición de elecciones ha tomado en las últimas semanas un derrotero populista, de escarnio de ‘la política y los políticos’ (sintagma que en boca de quienes lo blanden suele ir abrochado con la puntualización ‘de todos los políticos’). Hay quien ha cifrado el coste de lo que supone volver a las urnas para, al punto, afirmar que eso sale de sus bolsillos.
Y no faltan voces, algunas ciertamente autorizadas, que achacan la falta de acuerdo entre los partidos a la holgazanería, o a la voluntad de alargar (¿cuánto? ¿Cincuenta días?) una posición de privilegio. “Yo les quitaba el sueldo hasta que hubiera un gobierno.” A un lado, el sufrido pueblo; al otro, un contubernio de truhanes. Y qué decir de aquellos que, al hilo de la chabacanería, proclaman que ‘si hasta ahora hemos estado sin Gobierno y nos hemos apañado, igual no es tan necesario’.
Se trata de una supuración que desborda el marco ideológico; así, no es raro oír a un votante de Ciudadanos o del Partido Popular despotricar de Sánchez e Iglesias por haber sido incapaces de alcanzar un pacto de gobierno, cuando la verdad es que, desde la óptica constitucionalista, tal posibilidad era funesta. Los candidatos no son ajenos a esta querencia, al punto que a la pregunta de si eran más partidarios de un pacto que no les incluyera o del 10-N, solían responder con un circunloquio cuyo único sentido era evitar que les señalaran como artífices de las (re)elecciones.
A este propósito obedecía el truco con el que Rivera se destapó en los minutos de la basura, ocurrencia que, como la pescadilla que se muerde la cola, provee de munición a los descreídos. En este sentido, resulta desmoralizador que la mayoría de nuestros representantes aliente, con sus actos, el diagnóstico que los señala como un mal innecesario. Con la salvedad, ciertamente anecdótica, de que cada uno de ellos se cree excluido de la quema.
Voz Pópuli, 23 de septiembre de 2019
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