jueves, 22 de febrero de 2018

La inmersión c'est la guerre

Yo soy un producto del periodo inicial de la inmersión lingüística en Cataluña. Hablo y escribo un más que aseado catalán y logré paliar el déficit de enseñanza en castellano gracias a dos profesores, si bien el que más me marcó fue Buenaventura Requena, que en 4º de EGB me infundió, además del hábito de leer, una cierta sensibilidad para con el lenguaje. Más adelante, la política, y más precisamente el comunismo, que entonces exigía un plus de intelectualidad, hizo el resto. Así, me valgo de ambas lenguas con idéntica competencia, al punto que si bien el castellano es mi lengua preferente (fue mi lengua materna), el catalán es la que empleo con mis hijas, relación que a menudo me obliga a cuidar el matiz con tanto esmero como el que pongo en la escritura. Sea como fuere, no creo que haber sido educado en una lengua distinta de la materna suponga una desventaja decisiva, como esgrimían, por cierto, los nacionalistas catalanes en los años sesenta. No, ése no es el problema. (Aun así, y dado que soy un firme partidario del derecho a decidir, estoy a favor de que los padres escolaricen a sus hijos en la lengua que estimen conveniente, sea ésta el castellano, el catalán, el inglés o el francés, y coincido a este respecto con esos grandes apóstoles de la inmersión que son Artur Mas, que sumergió a sus hijos en la escuela cuatrilingüe Aula, y José Montilla, que aplicó a los suyos el bautismo en el Colegio Alemán.)

El problema, insisto, no es la inmersión per se, sino que la mayoría del profesorado en Cataluña crea de veras que el catalán es un idioma en guerra con el castellano, lo que implica, digámoslo ya, la melancólica, acientífica y ridícula certeza de que el catalán pueda proclamarse algún día vencedor en esa liza. Ciertamente, hay en las escuelas un adoctrinamiento de trazo grueso que consiste en jalear canciones antiespañolas en el recreo, exhibir en los mástiles banderas estrelladas (ay, esas ínfulas de oficialidad) o animar a los alumnos a colgar lazos amarillos en las ventanas. Con ser grave, el caldo de cultivo que ha conferido estatus de normalidad a lo que no son más que aberraciones esencialistas (pleonasmo), remite, por ejemplo, al  profesor que, ignorante de una una palabra en catalán, recurre a su par en castellano para, a continuación, disculpar ¡el barbarismo! con el mantra “Com diuen els castellans”, disfrazando así su incompetencia y subrayando, de paso, la naturaleza extranjera (com diuen, quién sabe si en Toledo) de la lengua de Cervantes.

El destierro de la palabra ‘barco’ en favor de ‘vaixell’ es otro de los automatismos de esa fatua contra el castellano que, repito, nada tiene que ver con la inmersión. ‘Vaixell’ (bajel, en castellano) no es sino una “antigua embarcación de considerables dimensiones, generalmente de vela".  Luego aunque todos los bajeles son barcos, no todos los barcos son bajeles, lo que prueba hasta qué punto el fundamentalismo tiende a sacrificar la ignorancia. Esta frase no es mía. Me la enseñó Iván Tubau, mi otro gran profesor.


Voz Pópuli, 22 de febrero de 2018

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