Hubo un tiempo en que no había un solo artículo sobre Cataluña que no
se aliñara con la célebre cita de Tarradellas acerca del umbral de lo
admisible en política, si bien a mí siempre me pareció más certero, por
inmaterial, el aforismo de Perón sobre el viaje sin retorno.
Hablo,
en efecto, del ridículo. En los últimos días, cuando más viene
arreciando esta condición (me temo que inexorablemente idiosincrásica)
menos se alude a ella, como si ya no fuera necesario advertir al lector
de que se adentra en una entropía inverosímil, un lienzo a medio camino
entre Munch y La Chunga por el que desfilan alborotadores a tiempo
parcial, mossos que encabezan la manifestación caminando hacia atrás
para que así parezca que la contienen, y un ejército de plañideras con
la careta de Puigdemont (el mátrix de Girauta, ajá, hecho pueblo al
fin), mientras aquél, 1.300 kilómetros al norte y en un rapto de
flaqueza, conmina a Comín resignarse a la derrota, ofrendándole una
consejería como premio de consolación.
Y eso al tiempo que
Junqueras, entre flagelos y cilicios, fantasea con dos presidencias: la
efectiva y la simbólica, acaso en consonancia con el espíritu de un país
donde todo, desde el principal club de fútbol a las polichinelas y los humoristas, son también simbólicos.
Mas
el ridículo, tema ventral de cualquier conversación sobre el procés,
sigue incardinado en la literatura que éste genera. Hoy es un subtexto,
una premisa elidida por la erosión de la costumbre, como la que abre los
periódicos del día en tinta simpática y que susurra al lector: hoy
amaneció y está usted vivo.
The Objective, 2 de febrero de 2018
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