La prueba de que los nacionalistas no se dieron por vencedores el 27-S fue que en mi barrio, de mayoría cejijunta, no hubo cohetes ni ninguna otra modalidad de fuegos artificiales. Y créanme si les digo que vivo rodeado de catalanes de gatillo fácil. No hay victoria del Barça, final de Gran Hermano o entierro de la sardina que no merezca una sonora andanada de pólvora. "¿Cómo va a ser menos esta vez?", me dije poco antes de que cerraran las urnas. Pues no. Ni siquiera la irrealidad que envuelve el procés, en que todo, desde la guerra de secesión del 14 a los ataques contra la lengua, pasando por el "España nos roba", es una burda mentira; ni siquiera, decía, la fantasmagoría en que viven instalados los procesistas les condujo a derrochar un gramo de rauxa.
También esperaba ver un magno despliegue de TV3 (en puridad, no habría hecho falta, pues la nostra se halla permanentemente desplegada, tal que fuera un ente de resabios trotskistas); presagiaba, en fin, un macrofestival con conexiones con todas las plazas de pueblo del país, incluido, por supuesto, su pueblo más grande. Pero nada de eso hubo. Salvo por el retén habitual de la Plaça del Vi, en Gerona, las calles estaban razonablemente despobladas. Ni siquiera se oyó una mísera cacerolada, costumbre muy del agrado de los barceloneses, que desde que la pusieron en práctica para protestar contra la guerra del Golfo siempre han encontrado el modo de, al menos una vez al año, salir al balcón a aporrear la sartén. Las últimas de las que guardo memoria, precisamente, fueron a propósito de la prohibición, por parte del Tribunal Constitucional, del reférendum del 9-N. Las últimas, digo, porque se sucedieron durante varias noches; concretamente, desde el martes 4 de noviembre hasta el domingo 9, día en que tuvo lugar el simulacro. Aquí, insisto, se celebra todo; entre otras razones, porque la agitación soberanista es indisociable del imperativo verbenero.
Y sin embargo, semejante frigidez resulta comprensible. Setenta y dos escaños y menos de la mitad de los votos dan para tratar de engañar al prójimo, pero no para engañarse a uno mismo. Para cruzar esa frontera se requiere una suspensión de la incredulidad rayana en lo psicótico, y a esos extremos, por cerca que estemos, aún no hemos llegado.
(PS. Ah, pero esta Cataluña es inasequible al desaliento. No hacía ni una hora que había enviado el artículo cuando el vecino de enfrente ha empezado a golpear la barandilla del balcón con lo que parecía un cucharón -por un momento, me ha recordado a los locos de los chistes de Eugenio-. Al punto, una decena de insurrectos -¡uno de ellos en batín!- se ha sumado al atronar de aldabas. Protestaban, en un remedo crepuscular de aquel apoyo callejero a Jordi Pujol, por la imputación de Artur Mas).
Libertad Digital, 29 de septiembre de 2015
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