jueves, 2 de mayo de 2013

Un presidente en excedencia

El voto, el acto mismo de depositar una papeleta en la urna, es un fijador identitario tan poderoso como los adhesivos de multifilm o las camisetas heavys, un pretexto más o menos respetable para sacar a pasear nuestra ideología y recordar, ya puestos, que la del vecino es de signo contrario. El ejercicio de la soberanía es, asimismo, una forma suprema de urbanidad, una expresión de civismo que hermana sin estridencias ni alharacas el derecho y el deber. Al sufragio ciudadano, desde luego, no han de faltarle virtudes, pero todos esos arrumacos no sirven para nada si votar no sirve para algo. Qué quieren que les diga, yo soy de esos excéntricos que además de creer en la poesía, confía en que la plasmación de mayorías contribuya a corregir la realidad; a base de brochazos de típpex, si se quiere, pero corregirla.

Viene esto a cuento de los más de seis millones de parados (tantos como catalanes hubo en tiempos de Pujol) pero, sobre todo, de la actitud del presidente Rajoy. Desde luego, no es algo que nos coja de sorpresa, más teniendo en cuenta que se trata del mismo gobernante que, al día siguiente de haber obtenido una mayoría absoluta que se antojaba previsible, no tenía Gobierno. Hubimos de esperar un mes, ¡treinta días con sus noches!, a que diera la lista de convocados. Y eso un hombre, insisto, que desde hacía al menos tres meses sabía que iba a arrasar al adversario. Entonces, por aquello de la esotérica complejidad que atribuimos a las cosas de palacio, nos pareció que la tardanza obedecía a una ardua labor de encaje de bolillos. Hoy, sin embargo, todo apunta a que no hay ninguna diferencia entre aquella molicie y ésta.


Yo también creo, con Rajoy, que las cosas se resolverán cuando se resuelvan, y que el margen de maniobra de un gobierno democrático ante una crisis de estas dimensiones es escaso. Ahora bien, no parece admisible que alguien que ha consagrado su vida a la política nos diga, al llegar a la cumbre, que no se puede hacer nada. Disimule usted, hombre. No hace falta que sea Sarkozy, pero trate al menos de fingir que sí se puede, de simular que no todo da igual. Sobre todo, para evitar que llegue el día en que sea cierto.



Libertad Digital, 1 de mayo de 2013

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