Aunque no me tengo por independentista, y
así lo he hecho constar en varios foros y no pocas tribunas de prensa,
estoy en profundo desacuerdo con el encarcelamiento de los consejeros
catalanes". Tal formulismo es el último trino en equidistancia, geometrismo moral donde el centro es en verdad un tabulador que sólo opera respecto a España y su campo semántico (Estado, Gobierno, Constitución, PP, Ciudadanos, PSOE, SCC…), de modo que por flagrante que sea la deriva de los sediciosos, entre éstos y el statu quo siempre cabe una enésima cuña adversativa.
El Govern de Puigdemont, con la inestimable ayuda de la Mesa del Parlamento, de la llamada "sociedad civil" (los Jordis y su trama de subvenciones)
y, cómo no, de una turba irredenta que confundió la realidad con un
auca, trazó un plan para asaltar la Democracia y lo fue ejecutando en
cómodos plazos, haciendo caso omiso de los requerimientos y advertencias
que la burocracia estatal iba segregando con abulia larriana. A
semejanza de esas novelas infantiles en que al lector se le ofrecen dos
itinerarios al término de cada capítulo, a Puigdemont, tras cada una de
sus acometidas en pos de la desconexión, se le presentaban dos opciones:
recular o seguir ciego su camino, restaurar la legalidad o
arriesgarse a topar con el Estado. Puigdemont, no obstante, no leía
"topar" ni "Estado" ni siquiera "riesgo"; era ya un remedo indocto del
Qujote y ahí donde regía la advertencia él sólo vislumbraba Ítaca. A
ello contribuyó, obviamente, la certidumbre (no estrictamente
supersticiosa) de que Rajoy se arredraría. No cabía descartarlo, en
efecto, pero la apuesta se fundaba esta vez sobre un gran malentendido:
desde el discurso del Rey y las grandes movilizaciones a favor de la
Constitución, la cuestión catalana no estaba enteramente en manos de
Rajoy.
Y frente a tal escalada de tropelías, insisto, nuestros terceristas
siguen aferrándose al advenimiento de un sincretismo que huya de los
extremos, situando en plano de igualdad la ley y el crimen, la política y
el mito, la verdad y la mentira. Con todo, la inmoralidad que de veras
los retrata guarda relación, paradójicamente, con la injusticia
distributiva. Mientras que vuelcan sobre España el más agónico de los desprecios
(autoritaria, franquista, casposa), juzgan la Antiespaña con una
prudencia exquisita. Y eso en el mejor de los casos. Évole, epítome, una
vez más, de semejante extravío, decía esta semana: "¿Quién es más
antisistema: el PP o la CUP, que no se ha llevado un céntimo de ningún
Ayuntamiento?". Prefigurando así la cuarta y definitiva vía: aquella, en
fin, en que acabemos conceptuando a ETA por su probadísima eficacia
para cuadrar los balances.
Libertad Digital, 7 de noviembre de 2017
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