sábado, 15 de julio de 2017

Exequias cubanas y el blanco Ginés

Hace diez años que conozco a Ginés Gorriz, un cubano catalán que hace bueno el aserto de que el diseño es, sobre todo, un conato moral. Al leer en este blog que el médico que había embarcado a mi abuela era cubano, Ginés me dijo: "Tiene que tratarse de mi amigo Alejandro". Al poco de confirmarlo escribió esta nota; léanla: sabrán en qué consiste la ficha técnica de una amistad.

 

Alejandro Negrín me acompaña (le acompaño) desde los cinco años. En la escuela era un chico simpático y sociable que tocaba la guitarra.

Álvarez Cambra era un médico cubano, una celebridad en esa mitad oscura del mundo que vivía sin celebridades. Fidel y otros muchos quebrantahuesos internacionales acudían a ese médico famoso cuando eran sus huesos los quebrados por afán del tiempo o de justicia divina

Cuando yo tenía 6 años ese médico famoso me diagnosticó una fisura de fémur, me sentenció a un año de invalidez total sin garantía de cura y ofreció como alternativa una operación con injerto de hueso, seguida de un año inválido.

Mis padres desafiaron su autoridad con una segunda consulta y un médico con menor fama y de quien injustamente no retengo el nombre desafió a su vez el diagnóstico del comandante en jefe (por no decir rey) de los médicos cubanos. Así, mi pena de año de invalidez fue conmutada por tres meses de reposo y sin pisar.

Me recuerdo en el colegio subiendo las escaleras en volandas sobre los hombros de cuatro amigos: Alejandro Negrín era uno de ellos. No sé si ya entonces tenía inclinación (o rectitud) a curar. En la adolescencia Alejandro era dicharachero, simpático y anarquico, era lo que ahora se dice un 'popu', el amigo que todos los chicos quieren tener, el novio que todas las chicas quieren tener. Y en aquella Cuba de cartón ser 'popu' era ser un poco 'antisocial'.

Yo me fui a Rusia y él se quedó; y salió de la universidad como un doctor serio y formal, y es ésta una de esas transformaciones más extraordinarias que me ha tocado presenciar en el pasar de los años.
En todo ese tiempo yo no sabía que en otra parte del mundo existía ese otro hombre, un José María Albert de Paco.

No podía sabero; como tampoco podía saber, cuando Alejandro me llamó de Miami para decirme "ayúdame a venir a Barcelona", que Alejandro vendría, entre otras cosas, para ofrecer un primer y último viaje en avión a la abuela Conchita de mi querido DiPac.

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