No veo ninguna razón para que Pedro Antonio Sánchez, expresidente de la Región de Murcia, siga siendo diputado autonómico y presidente del PP murciano. No parece razonable que los delitos por que se le investiga le inhabiliten para presidir el Gobierno regional pero no para representar a la ciudadanía ni liderar la sección local del partido. A no ser, claro, que Ciudadanos, formación que ha forzado su salida del Ejecutivo, entienda que apartarlo de todas sus responsabilidades sea un castigo excesivo, como esos árbitros que, en la tesitura de señalar un penalti y expulsar al infractor, se inhiben de la aplicación del segundo castigo, en la certeza de que el penalti era más bien dudoso.
Sea como sea, aún no hemos oído decir de Sánchez que es un cadáver político, como suele decirse, con ridícula gravedad, de todo aquel representante que se desgaja de la manada. Entre los más ilustres portadores de la mortaja, por cierto, se halla Mariano Rajoy, al que había de retirar un sms.
Respecto a Sánchez, tengo la impresión de que ni siquiera sus más inflamados detractores conocen los pormenores de su presunto tejemaneje. Al cabo, se trata de cobrarse una pieza, al precio que sea (ahí estaba, gravitando sobre Murcia, la amenaza de un gobierno en el que habría participado Podemos), conforme a una concepción de la política a medio camino entre el póker y hundir la flota. Confío al menos en que nuestros azotes de la corrupción sean lo suficientemente cínicos como para no creer de veras que esta clase de achiques tiene alguna virtud depurativa. O que la regeneración de la vida pública llegará por la vía de dejar en suspenso la presunción de inocencia.
Por de pronto, la ceremonia con que Sánchez se ha despedido (sin despedirse) ha desactivado el necesario componente ejemplarizante que, en teoría, debe caracterizar cualquier iniciativa anticorrupción. El hombre que hoy hablaba, en efecto, lo era todo menos un político vergonzante.
Libertad Digital, 4 de abril de 2017
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