lunes, 20 de octubre de 2014
El golpe infinito
Corría el año 1987 y algunos de nosotros habíamos empezado a tentar el lujo, que por entonces se medía en discos, ropa y hachís. Nuestros padres habían tratado de inculcarnos una actitud franciscana, acaso acorde con la condición de estudiantes, pero el consumismo más rijoso nos había nublado el juicio y no veíamos el momento de tocar pelo. Tras algunos escarceos en la inmundicia laboral, nos dimos de bruces con la evidencia de que ni el buzoneo ni la mensajería alcanzarían para sufragar mocasines Doc Martens, conciertos en Zeleste y huidas a Madrid. Una tarde de noviembre Gemma puso fin a la melancolía.
-Vamos a dar un palo.
-¿Un palo? ¿Dónde?
-En una panadería del barrio. Bueno, del barrio del Jordi.
Gemma, su novio Jordi y otros tres amigos llevaban un tiempo acechando a la propietaria de un horno-pastelería que rendía pingües beneficios. Cuando menos, eso le había asegurado a Gemma un conocido que trabajaba en la sucursal donde, cada viernes al mediodía, la panadera ingresaba en torno a las trescientas mil. Se trataba de asaltarla en el trayecto del horno al banco y hacerse con el fajo.
-No habrá violencia, eso ya lo tenemos hablado. La cosa es pegarle cuatro gritos.
-Cuatro gritos.
-Y si hace falta un par de hostias.
En los días sucesivos no dejamos de desmigar el plan, al que se fueron adosando excitantes contingencias, como el riesgo de un chivatazo o la condena que cabría esperar en caso de detención. La Navidad aplazó el acaloramiento, si bien en aquellos días de muérdago y cabalgata nuestros anhelos estaban ya, aun de forma sigilosa, confundidos entre cruasanes y ensaimadas.
No retomamos el hilo hasta bien entrado febrero. Una fiesta de carnaval trajo hasta nuestro instituto a Jordi y a sus tres amigos. Fue Torras quien templó, paró y mandó.
-Gemma nos ha dicho que estáis al corriente.
-Algo sabemos.
-Hará falta más gente, ¿os apuntáis?
-...
-Si es que no, punto en boca y cada uno a lo suyo.
-...
-Si es que sí, cojonudo.
M. se internó hasta la línea de fondo:
-¿A cuánto tocaríamos?
-Si todo sale como tiene que salir, setenta papeles por cabeza.
Como el lector habrá advertido, como yo mismo advertí tantísimos años después, los conjurados empezamos a adoptar, desde primerísima hora, la sintaxis de las películas: "No habrá violencia", "Estáis al corriente", "Setenta por cabeza"... Visto con perspectiva, creo bastante probable que esa clase de automatismos nos pusieron, siquiera ilusoriamente, en la senda del buen atraco, que fueron, por decirlo con el lenguaje de nuestros días, nuestra hoja de ruta. Ni siquiera faltó el "¿Y tú qué vas a hacer con el dinero?". Yo mismo se lo pregunté a M. días más tarde, tras regresar de una de las primeras guardias frente a la panadería:
-Me iré a Jamaica.
-¿A Jamaica? ¿Con setenta nardos? Te hará falta un poco más.
-Me haré otra panadería.
Fue la primera vez que alguien empleaba ese verbo, 'hacerse', que no sólo nos hermanaba con la tradición que iba de la Trini a La Mina y el Torete al Vaquilla; también llevaba larvada la posibilidad de que atracar panaderías fuese un oficio seriado, cotidiano, honorable. Las guardias frente a la panadería, por cierto, tenían por objeto cronometrar lo que tardaba la dueña en ir del local al banco. Ahora bien, ni siquiera hoy en día ninguno de nosotros sabría decir para qué hacía falta ese dato; tampoco Torras, que fue quien propuso el cronometraje.
Solíamos reunirnos en un bar del centro para repasar lo que, llegado un punto, empezamos a llamar el ‘dispositivo’. Nos impusimos la cautela de no beber demasiado y no tomar notas, aunque mi precaución favorita fue la de abandonar el bar en grupos de no más de cuatro personas. No más de cuatro, sí; mediado el mes de febrero, la banda había incorporado a otros ocho miembros y estábamos pendientes del fichaje de un tipo de Hospitalet que, al decir de su reclutador, había participado en un atraco, por lo que pasó a ser el ‘especialista’.
-Padece del corazón.
Hacia San José, Gemma convocó una reunión extraordinaria para poner sobre la mesa un imprevisto. Al parecer, y según había oído por boca de la misma panadera (Gemma se dejaba caer cada tarde por la panadería para tratar de 'cazar algo'), ésta sufría una afección cardíaca que la obligaba a someterse a una intervención a mediados de verano.
-Imaginaos que la espicha de un infarto.
"Repite lo que oíste en la panadería con toda la exactitud de que seas capaz", dijo alguien, abriendo así un flanco, el del criterio clínico, que nos llevó a consultar manuales de cardiología. Después de todo, y parafraseando al Clooney de Abierto hasta el amanecer, tal vez fuéramos unos cabrones pero no unos cabrones hijos de puta.
A finales de marzo, la banda contaba ya con 20 bandidos, por lo que las reuniones en que repasábamos el dispositivo pasaron a celebrarse en el bar de un centro cívico. Ya salvada la afección cardíaca de la panadera (decidimos, en votación a mano alzada, que estaba aquejada de una arritmia extrasistólica; nada que le impidiera sobrevivir a cuatro gritos bien pegaos; eso, ‘cuatro gritos bien pegaos’, cristalizó como explicación a los neófitos cuando éstos preguntaban por la clase de intimidación de que nos valdríamos); salvada la afección, en fin, un recién incorporado planteó una cuestión en la que nadie había caído, cual era la fecha idónea para dar el golpe. Al decir del nuevo, ‘lo suyo’ era la semana del lunes de Pascua, pues las monas doblarían o triplicarían la recaudación habitual.
Ni que decir tiene que tampoco en Pascua dimos el golpe. Por un lado, ignorábamos si la vieja (la panadera fue la ‘vieja’ desde el minuto 0) efectuaría el ingreso ese mismo martes o esperaría al viernes, y nos habíamos jurado que no improvisaríamos más allá de lo razonable. Por otro, fuimos inclinándonos por la presunción de que no habría mejor día que el de la verbena de San Juan, con sus cocas de frutas y de chicharrones. Poco antes de San Juan, y en la que debía ser la última reunión antes del Gran Día, nos percatamos de la presencia entre nosotros de dos extraños que, al ser preguntados, respondieron si no éramos nosotros los del taller de juego de rol. En el afán de que no se fueran de la lengua, los aceptamos en el grupo, por bien que ello comportara instituir una doble lectura o acaso dos niveles de realidad: para unos, todo siguió siendo verdad; para otros, nada dejó de ser mentira. Afortunadamente, esta otra eventualidad conllevó una nueva demora, y ya en julio, ante la inminencia de la operación de la vieja, nos vimos obligados a aplazar al palo hasta su restablecimiento.
Han pasado 27 años y aún hoy, en las cenas de ex alumnos, dedicamos la sobremesa a pulir algún que otro detalle, en la convicción de que nada, ni siquiera el golpe mejor, habrá de superar el goce sin cuento de su filón literario. El especialista nunca apareció. Jamaica sigue esperando a M.
Jot Down Nº 8 Fundido a negro, agosto de 2014
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