jueves, 12 de junio de 2014

Pasa la vida


Entre mediados de los ochenta y hasta el fallecimiento del dibujante Ramón Tosas, Ivá, en 1993, El Jueves cumplió escrupulosamente con el cometido de las revistas de su género, esto es, levantar a la actualidad por las solapas y, a golpe de ingenio y gamberrismo, sacudirle el boato. Antes de acostumbrarnos a El País, nos acostumbramos a aquel colorín arrugadizo que desarbolaba a los periódicos no sólo por el flanco de la sátira, sino también por el del relato de la vida cotidiana. En El Jueves se hablaba del Rey, de Roldán, de Conde, de Ruiz-Mateos... pero también del apogeo de la Lambada, de la eclosión de la metrosexualidad o de la dictadura de las camisas de paramecios.

Un historiador que pretendiera abarcar la vida cotidiana en España durante las postrimerías del siglo XX se vería obligado a consultar todos y cada uno de los números de El Jueves de esa época. Ninguna otra publicación le revelaría, con idéntica fiabilidad, cómo vestíamos, cómo hablábamos, cómo bailábamos, qué bebíamos e incluso cómo follábamos. No en vano, la mayoría de los autores que por entonces firmaban no cedió jamás en su empecinamiento semanal (y seminal) de ahormar el lenguaje, en el afán de hincarle la pluma a eso que, parafraseando a Rafael Mainar, que definió el periodismo como ‘la historia que pasa’, bien podríamos llamar ‘la vida que pasa’.

Ivá, por ejemplo, penetró en los arcanos del habla quinqui de la mano de un filósofo metido a chorizo que atendía por Makinavaja. Feísta por derecho, sus criaturas, últimos mohicanos de una Barcelona al borde de la extinción, aparecían representadas como cabezudos aplastados por un bocadillo por el que discurría, deprisa deprisa, la jerga del maleante: maco, pico, gusa, talego, mojá, fusca, hierro, mata, muere. Hablo de historias visualmente intolerables, de una espesura blanquinegra en la que había que adentrarse con machete, de una aventura gráfica que había de disfrutarse a contrapelo, con el mohín avinagrado con que se disfruta la absenta. Aquellas cajuelas atestadas de letronas lo eran todo menos una licencia retórica: además de librar un pleito con el espacio, Ivá era un hombre sin tiempo y al amigo del Maki lo llamó Moromierda.

Su otra venerable criatura, el sargento Arensivia de Historias de la Puta Mili, vino a enseñarnos que los militares no son sino quinquis con ínfulas, y que a eso apunta la tralla cuando la envuelves en una bandera. El peso de Ivá en aquella orquesta de virtuosos fue tan grande y específico que, tras su fallecimiento, siguieron publicándolo durante meses a modo de revival, una decisión que tal vez contribuyera a aliviar la economía de la revista, pero que se antojó un despropósito para cuantos gozábamos con sus historias. Después de todo, no había nada más contrario a Ivá que ir viendo, miércoles tras miércoles, a Maki sirlando en el vacío, sin padre, concierto ni leyenda.

También apreciaba en mucho el trabajo de Óscar, quien se sacó de la manga a un sociólogo de bata blanca, el profesor Cojonciano, para diseccionar los usos y costumbres de los españoles. Una de mis boutades más recurrentes consistía en comparar a Cojonciano con Josep Pla. No en vano, en aquel desternillante retablo de ‘escenas de cuñado’ palpitaba la misma agudeza viejoverdista que destilan los artículos del escritor ampurdanés. En abrevio: fue en un pase de pecho de Cojonciano, en la cúspide de una historieta dedicada a la procacidad masculina o, qué sé yo, la llegada del verano, donde vi a una de esas mujeres-bombón erguida sobre sus talones e interpelando al lector: “¡¿Y qué me dice de las miradas al coño, eh, qué me dice?!”.

Y Kim y su Martínez el Facha, y la Mamen de Mariel y Barceló, y el ¡Dios Mío! de José Luis Martín (que fue juzgado en 1984 por ultraje a la religión, a cuenta de un cómic titulado, ji, La Biblia contada a los pasotas), y Azagra y su Pedro Pico y Pico Vena, prodigioso tablón de anuncios por el que nos enterábamos del concierto punki del viernes que seguía a la publicación.

De vez en cuando claudico y me hago con algún Jueves con la esperanza de hallar en sus páginas una brizna de talento. Pero no. La dosis habitual: Paco Alcázar, Mauro Entrialgo, Pedro Vera... Más allá, un erial. Tíos malos. Malos de cojones. Debió de haberlas, pero no recuerdo una portada entre 1985 y 1993 que motivara algo parecido a una controversia nacional. No la recuerdo porque, en cierto modo, cada viñeta era una ‘portada’ y nunca hizo falta meter un petardo en cubierta (¡La monarquía contada a los podemos!) para tangar al lector.

De vez en cuando claudico y me hago con algún Jueves con la esperanza de tener de nuevo 20 años. Pero no.


Zoom News, 9 de junio de 2014  

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