Hace tres inviernos conocí al cineasta Menna Fité, que por entonces se hallaba escribiendo su primer cortometraje, un falso documental en que un puñado de celebrities atestiguaban, a partir de una serie de descacharrantes coincidencias, que Alfred Hitchcock era catalán. Cuando hablamos de su Alfred, que así se acabaría llamando esta fina travesura, Menna ya había reclutado a Joan Lluís Bozzo, Javier Sardá y Leopoldo Pomés, y me pidió que le facilitara el email de Ignacio Vidal-Folch, para quien había ideado un delirante monólogo. No logramos convencer a Ignacio de que se prestara al fake, que, pese a ésa y otras negativas, salió adelante. Alfred se estrenó en el cine Alexandra una exultante mañana de primavera, precedido de la actuación de un cuarteto de cuerda que le dio al pase un insospechado aire cosmopolita.
El cortometraje, que aún está pendiente de exhibición comercial, fue sufragado por el propio Menna, que, poco antes de que se abriera el telón, pronunció un delicado discurso de agradecimiento para con sus colaboradores. El alquiler del Alexandra también corrió de su cuenta, por lo que a ninguno de los asistentes le extrañó que, a la finalización, no hubiera copas, esas copas que, en nuestro país, tan alegremente corren con ocasión de cualquier acto oficial de medio pelo. Si tienen ocasión de ver Alfred, háganlo: ciertamente, a algunos de los testigos se les ve el cartón, pero no importa; el divertimento, a menudo, consiste en sospechar que quien pretende divertirte se ha divertido en el intento. Más relevante, a mi juicio, es esa lunática ironía que destilan las imágenes, y que, según iba yo especulando a medida que transcurría el film, se resumía en la posibilidad de que también Hitchcock, como Pla en su día, fuera despreciado por el nacionalismo.
Viene esto a cuento, claro, de la noticia que levantó el periodista de El Mundo Daniel G. Sastre (con quien los columnistas de opinión deberíamos compartir, si no minuta, sí autoría) sobre esa nueva acrópolis cuyo guía, Jordi Bilbeny, asegura gravemente que la bandera estadounidense es un calco de la senyera, y que Cervantes y el Lazarillo eran catalanes. También lo cree este simpatizante, aunque sólo sea para "tocar los cojones" (¡van a tener razón los taxistas de la T4, cuando aseguran que por eso y no otra cosa hablamos catalán!).
Iba a decirles, en fin, que la Cataluña real está más cerca del filibusterismo ilustrado del cineasta Menna que de esta secta neorrural, pero quién sabe ya.
Libertad Digital, 14 de agosto de 2013
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