martes, 20 de agosto de 2013

Cowjander

Hace poco recibí el correo de un conocido que anunciaba la puesta en marcha de un crowdfunding para costear un proyecto editorial. El hecho de que el autor hubiera escrito «cowfunding» me animó a seguir leyendo, pero cuando la carta empezó a interesarme de veras fue al llegar al objeto de la cuestación: la escritura y publicación de un ensayo sociopolítico. Para eso, me dije, hay infinidad de sellos editoriales, a lo que el demandante, saliendo al paso de esta suspicacia, alegaba que «ante las dificultades de su publicación en Cataluña [¿?]», [había decidido] “«prescindir de editoriales e intermediarios, aprovechando la brecha que han abierto las redes sociales». Y aducía: «Esta capacidad de convertirnos en editores y difusores sin permiso de nadie, nos hace más libres, no solo para este proyecto, sino para todos los que de ahora en adelante lancemos a través de este sistema. Se acabó el que unos cuantos controlen todo».

Nótese que amenazaba con que, «en adelante», el «cowfunding» fuera no ya su modus vivendi, sino también su humilde contribución a la salvación de la especie, como delata la vitola redentora con que abrochaba la frase. Hasta que recibí este mail, las microfinanciaciones de que había tenido noticia remitían a proyectos en verdad costosos, como la realización de una película, la organización de un macroconcierto o la construcción de un telescopio. Este que les traigo, no obstante, parecía consistir en asegurarse unas ventas, ya que a cambio de la donación, el contribuyente obtendría un ejemplar de la obra, lo que equivalía a fundar el print-on-demand en versión indignada. Con la particularidad de que aquí era el autor quien se embolsaba todo el dinero, ya que no había editor, distribuidor ni librero (tampoco diseñador, dada la protocubierta que envió como cebo).

El episodio me hizo pensar en lo que me dijo en cierta ocasión el director de un periódico en el que trabajé: «Si yo pudiera, De Paco, le costearía una estancia en un castillito centroeuropeo para que escribiera una novela, pero entretanto habrá que trabajar». De acuerdo con que Cowfunder no parece lo que se dice un vago; después de todo, no pretende fugarse a Brasil, sino publicar un ensayo. No, a mi modo de ver la osadía de la cuestación tiene bastante que ver con la consideración de la cultura como una actividad «colectiva», de suerte que, en caso de que el libro no se publique, el culpable no sea el autor, sino el sistema editorial y, en última instancia, el público, que no habría alcanzado la madurez suficiente para propiciar su venida. ¿Se imaginan a Cervantes promoviendo un crowdfunding para escribir el Quijote? Desde luego, no será porque don Miguel no pasara necesidades. ¿Y Hemingway? ¿Se imaginan que Fiesta no se hubiera escrito por falta de contribuyentes para financiar el viaje a Pamplona?

Se trata, ya digo, de un signo de los tiempos, que rebasa con creces el fenómeno de la literatura e incluso de la creación misma. Vean, por ejemplo, el día del Orgullo Gay: uno no es gay del todo si no exhibe su condición como miembro de una multitud. Y lo mismo ocurre en el ámbito de la educación, donde el mandato de que todos los alumnos progresen por igual, sin traumas ni frustraciones, ha acabado por arrasar la excelencia. Con todo, tal vez sea en la política, con la tabarra nacionalista, donde la exaltación de lo colectivo (y el consiguiente arrumbamiento de lo individual) ha tenido un efecto multiplicador. Una exaltación que, como se sabe, no sirve a la reivindicación de derechos laborales o viviendas asequibles, sino a la celebración de la mismidad. Y eso en un periodo histórico donde, particularmente en España, más se han respetado las diferencias, las minorías y aun el fenotipo. Lo que nos lleva de nuevo a Cowfunder y su alucinada campaña contra unas adversidades que no son más que molinos de viento, pues nunca había habido menos obstáculos a la difusión de las ideas, del mismo modo que nunca los derechos de los homosexuales habían gozado de tanto reconocimiento.

La gran paradoja de nuestro tiempo (que quizá en el hombre se haga más evidente y nociva que en la mujer), es que la diseminación del progreso social y las libertades hayan tenido como efecto no una explosión de la individualidad, con lo que la individualidad tiene de transgresión, sino una cerrada invocación al grupo, ya se trate de los lectores, de la tribu o de los compañeros de cama. Cualquier parapeto vale, en fin, con tal de escurrir el bulto ante la perspectiva, ay, de ser hombres solos. Y que nos digan que «no».


Jot Down, 12 de agosto de 2013

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