Tommie Smith subió el podio, humilló el rostro y alzó el puño. Acababa de ganar la final de los 200 metros de los Juegos Olímpicos de México y resolvió ofrendar el oro a la causa antiapartheid, dejando así una estampa para la posteridad, un orgulloso alegato en favor de los derechos humanos que devendría en icono de los convulsos sesenta. Pocos años después, el eco de aquel gesto resonaría en la ceremonia de entrega de los Oscar, cuando Marlon Brando, que había declinado recoger la estatuilla, envió en su lugar a Sacheen Littlefeather, una activista de origen apache.
En nuestros días, el uso de la sobreexposición mediática con fines reivindicativos ha dejado de ser una performance insólita para convertirse en un fenómeno corriente, que aterriza en la sintaxis periodística con la suavidad de un parte meteorológico. Hay ocasiones, no obstante, en que el plante presenta un rasgo que lo convierte en genuino, en singular.
En España, sin ir más lejos, el escritor Javier Marías rechazó el Premio Nacional de Narrativa porque, a su juicio, suponía ceder al mercadeo político. La renuncia tenía un trasfondo pecuniario: Marías, en efecto, también renunciaba a los 20.000 euros del galardón. El periodista Arcadi Espada, en cambio, sí recogió el Ciudad de Barcelona, que le fue concedido por su seminal Contra Catalunya. En el acto de entrega, y como quiera que Pilar Rahola, a la sazón teniente de alcalde por el Partido Independentista, había aireado su malestar por que el galardonado fuera tan ilustre resentido, Espada pidió perdón. "Perdón por las molestias", apostilló irónicamente (ya entonces, en sus discursos, empleaba la caja baja con el mismo donaire que lo convertiría en un gran mitinero).
Veo a esos mullidos sapientines desfilar ante el ministro de Educación, José Ignacio Wert, para fintarlo como si fuera un defensa central, y me digo que, tal como describe Ramón González Férriz en La revolución divertida, también el desaire al poder ha quedado reducido a una de mise en place institucional, a una suerte de cabeceo melindroso que no es repudio ni limoná, a un desdén de blandiblú que, en cierto modo, es lo que hoy se espera de cualquier estudiante obediente. Tanto que, muy probablemente, la verdadera rebeldía consista en enfundarse un traje gris, fingir una nota de entusiasmo y tenderle al ministro la mano.
Libertad Digital, 6 de junio de 2013
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