El crítico musical suele desempeñar su trabajo en tierra de nadie. Para el resto de los redactores del periódico, tiene más de rocanrolero que de periodista; a ojos de los músicos, en cambio, carece de las marcas de agua que distinguen a los miembros de la tribu. Diego Alfredo Manrique, el crítico más influyente de la prensa española, transita por ese limbo desde 1975, año en que empezó a escribir de música en la revista Triunfo. Fue, tal como contó en Jot Down, a raíz de una airada carta al director en que señalaba la sarta de estupideces que, respecto a la psicodelia californiana, venían escribiendo articulistas como Rosa Regás o Manuel Vázquez Montalbán. "Si usted puede hacerlo mejor, mándenos un artículo“, le respondieron. Desde entonces, su prosa fibrada acompaña a musicómanos, aficionados y lectores de toda laya. Con Manrique ocurre algo parecido a lo que ocurría con Joaquín Vidal, cuyo trasteo literario trascendió lo taurino. Lo atestigua el éxito de Jinetes en la tormenta (Espasa), que reúne algunos de sus artículos en El País, encabezados por unas valiosísimas notas en que el propio Manrique da noticia de las condiciones en que realizó tal o cual entrevista, revela un nombre que en el texto aparecía velado o confiesa su escaso aprecio por la obra de algunos de los músicos a los que su oficio le obliga a tratar. En honor a la verdad, no hay controversias explosivas; apenas la ojeriza de esa reserva espiritual que son los fans de Bruce Springsteen, disgustados, al parecer, por un comentario desfavorable del Seeger sessions. En sus entrevistas (el 'palo' que mejor maneja), Manrique nunca se deja una pregunta en el tintero ni un flanco por explorar, y así, como el escultor que opera por sustracción de materiales, va desguarneciendo al artista, que termina mostrando sus aristas más cómicas, patéticas e incluso míticas; o, si quieren, su lado más 'humano'. David Bowie, por ejemplo, trata de granjearse el favor del entrevistador por el procedimiento de concederle 5 minutos más. "Me lo estoy pasando tan bien", asegura a Manrique, quien, al echar una ojeada al planning, descubre que "ahí estaban especificados los cinco minutos extra que Bowie concedía rutinariamente [...] a todos los periodistas con los que se citaba". Lou Reed, el artífice del rock alternativo, va más allá de los cumplidos: "Hacia el final de la entrevista, comenzó a acariciarme la rodilla y hacerme ojitos. Poco habituado a esos gestos, hice como si no me enteraba". Patti Smith, el otro gran icono del underground neoyorquino, intenta a toda costa (aun al precio de tensar la charla hasta lo inefable) presentar su trayectoria como un dechado de coherencia o, como afirma Manrique, un "camino espiritual al Palacio del Arte". En las antípodas de Smith y su ampuloso aparato crítico, Manu Chao es la viva personificación del caos. Preguntado por lo mucho que difieren sus discos ("cuidados collages, seductores rompecabezas", alaba Manrique) de sus actuaciones ("una descarga punk, ska y reggae para botar"), responde sin inmutarse que todo se debe a las sustancias. ¿Las sustancias? "Para grabar funciona muy bien algo de marihuana; sin embargo, fumar no le viene bien al directo, es preferible un chupito de algo." A diferencia de la gran mayoría de sus colegas, Manrique encara el asunto de las drogas con templanza forense, acaso consciente de que hablar de Antonio Vega sin mentar la heroína obliga a un contorsionismo bastante más obsceno que el amarillismo que pretende evitarse. Más allá de la retahíla de sospechosos habituales Jinetes en la tormenta encierra, aun de forma dispersa, un exhaustivo 'informe' sobre la industria musical o, como gusta de decir el autor, las 'disqueras'. En este punto, Manrique lamenta el declive de un sector que, con todas sus triquiñuelas y bajezas, ha contribuido a separar el grano de la paja, a limar aristas, a asentar un canon. A su juicio, la hegemonía del gratis total, con el consiguiente descrédito del consumo, está trayendo consigo un panorama sombrío, carente de los suficientes mimbres para alumbrar una nómina de monstruos como la que dio Fania en Nueva York, o Motown en Detroit, o Stax en Memphis. El (doble) mérito de Manrique es escriturar ese declive sin la llantina habitual. Los únicos vislumbres de melancolía tienen que ver con el concierto de los Stones en el Calderón (aquella tormenta de rock que certificó el fin de la transición política española) y el concierto de los Who en el Palacio de los Deportes, en julio de 2006. La banda de Pete Townshend y Roger Daltrey llegaba a España con 40 años de retraso y para un crítico de antigua fragua como era Manrique, firmar la crónica en El País era algo así como una muesca irrenunciable, el colofón que da sentido a una carrera. Lamentablemente para él, Santiago Segurola, a la sazón jefe de Cultura, "ejerció sus prerrogativas y facturó él mismo la crónica desde el Palacio de los Deportes". Una crónica, por cierto, memorable. La desazón de Manrique llegó a su fin cuando, al término del concierto, vio a Segurola aporreando el teclado entre las ascuas todavía humeantes de un recinto donde, poco antes, había prendido el entusiasmo. No le arrendaba la ganancia. Curiosamente, hace pocos días, el cronista musical de El País en Barcelona, Luis Hidalgo, relató el making of de su crónica de Pet Shop Boys en el Sónar, escrita a pie de obra o, por ser del todo precisos, a pie de barra, lo que motivó un tweet estupefacto de Manrique, siempre atento a la entretela del oficio. Jinetes en la tormenta, por último, resume el admirable forcejeo de un hombre con miles de biografías, a las que somete a una intensiva labor de filtrado para hacernos llegar las anécdotas que de veras merecen la pena, evitándonos así el roce con libros infumables. Periodismo, le llaman.
Jot Down, 20 de junio de 2013
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