lunes, 2 de diciembre de 2019
Justo el resultado
En 2012, a rebufo de la crisis que familiarizó a los españoles con fantasmagorías como la prima de riresgo, la élite política catalana se conjuró para quebrar el Estado de Derecho y fundar una suerte de Arcadia donde 1) no existiera la corrupción, 2) las ancianas llegaran a final de mes y 3) siempre hubiera helado de postre. No es un sarcasmo. Eso mismo rezaban los carteles con que las asociaciones ANC y Òmnium Cultural, es decir, el Govern, sembraron Cataluña una mañana de julio de 2014. A los conjurados les animaba la certidumbre de que la revuelta (que tuvo su principal altavoz en TV3), sumada a la sobreexposición del victimismo, precipitaría la consecución de la independencia. El plan se topó con un imprevisto: la ley, que hasta entonces en Cataluña había sido algo así como un mero supuesto de trabajo. Los principales promotores de la consulta ilegal que debía servir de palancazo final para desgajarse de España fueron llevados ante los tribunales, y Arcadi Espada dio noticia en El Mundo de las 53 sesiones del juicio, que siguió casi siempre in situ.
Me lo imagino entrando en el Supremo con el paso solemne, aun majestuoso, con que suele personarse en cualquier escenario en que se dirima el presente español. Es fama que lo hace en nombre del Cuarto Poder, de ahí que en esos trances adopte la expresión de un pantocrátor de perfil. Durante los meses en que transcurrió el juicio, AE fue un hombre preso de la excitación. Qué empedernido demócrata no lo hubiera sido al ver desplegarse ante sí el Régimen del 78. No el flácido ritornelo del progreso, la prosperidad y las siete copas de Europa, sino la Democracia misma alzada en defensa propia, como una Temis de bronce que de súbito frunciera el ceño. Del estado de efervescencia en que se hallaba AE (y que tanto tiene que ver con lo sensual libidinoso, pues para él no hay nada más erógeno que la dilucidación de la verdad: “A mí la verdad me pone, y lo digo muy en serio”, le oí decir en un consejo de redacción en Factual) también me dio noticia nuestro amigo común Javier Melero. Al parecer, un día antes de que dieran comienzo las sesiones, AE se interesó por el modo como se abriría la vista, qué palabras exactas pronunciaría el magistrado Manuel Marchena. No descarto que tuviera en mente estas otras, escritas un 20 de febrero de hace 37 años: “Las 10,07 horas de la mañana de ayer marcaron el momento histórico en que el teniente general Luis Alvarez Rodríguez, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, constituido en sala de justicia, dio orden de que comenzase la vista de la causa que se sigue contra los 33 procesados por el intento de golpe de estado del pasado 23 de febrero.” Fueron las que inauguraron la serie de crónicas que José Luis Martín Prieto publicó en El País, reunidas en Técnica de un golpe de estado: el juicio del 23 F, al que AE reserva un lugar de honor en su biblioteca.
Sea como fuere, no era la primera vez que AE personificaba al periodismo en un juicio. En 2001 declaró como testigo en el caso Raval, instruyendo al tribunal acerca del caravaggio que aparecía en la cubierta de su libro, y que, a ojos de un fiscal henchido de estulticia, bien podía constituir, ¡ajá!, una apología de la pederastia. Ya en esta década, y con motivo del procesamiento a Artur Mas por el 9-N, acudió a los juzgados del Arco de Triunfo y se plantó frente al sujeto. “¿Por qué no ha respondido a las preguntas de la acusación?”, le preguntó. He tenido la tentación de escribir “a quemarropa”, pero lo cierto es que se dirigió a él como “president”, deferencia que, al serlo también para consigo, devino en tuteo memorable. El respeto a la dignidad del cargo, por lo demás, es uno de los rasgos estilísticos del autor, y acostumbra emplearlo con cierta afectación cuando el columnismo se mimetiza con el twitterismo y al gobernante de turno le llueven los insultos más procaces. En ese preciso instante es cuando AE, remontando el río, anota “El presidente Torra”, “la alcaldesa Colau”, recordándonos a todos, a los de “a mí el pelotón que los arrollo”, que el prurito civilizador es un bien supremo. Mas tratándose de AE siempre hay que mirar debajo: frecuentemente, ese decoro resulta en la clase de fricción que hizo fortuna en el surrealismo, y que, en su deriva más excelsa brinda criaturas cuasi oníricas de puro desconcertantes, como “el Doctor Sánchez”, “el pensador Otegi” o “el antiguo filósofo Ramoneda”. No en vano, en la obra reciente de AE (grosso modo, la que arranca con su blog en 2004) la onomástica es en sí misma un valor moral. Entiéndanme: no es que antes no lo fuera; uno de los cometidos del oficio, de hecho, es iluminar el bestiario con el que debe uno tratar de sol a sol. En esa lid, AE ha desarrollado la virtud de tasar, desde un ángulo insólito, inasequible al común de los plumillas, los aspectos más superficiales del personaje que la actualidad le arroja sobre el escritorio. Superficiales, sí: los que están a la vista del público general y que, por esa misma razón, nos llevan a preguntarnos: pero, ¿cómo no se me había ocurrido a mí? Que ahora, como decía, AE se aplique a ello con especial fruición obedece, más allá del género (hasta anteayer, como aquel que dice, AE construía pirámides invertidas) a la época: nunca, en efecto, habíamos previsto que en la conversación sobre Barcelona, un tema que los periódicos abordaban con un rigor que rayaba en la adustez, se inmiscuyera un pisarelllo. Alias como El Valido, El Desleal, Gazielet, Ana Gabriela, El Probe Robert o Don José Montilla (por el charnego al que el nacionalismo -y sólo el nacionalismo- convierte en señorito) y, en lo que hace a los partidos, paranomasias como la Podemia, Podéis o la Cup Menstrual, componen un glosario cuyo éxito se cifra en eso que los gabinetes de prensa llaman impactos: AE, en efecto, es el periodista más copiado del reino, al punto que también se permiten hacerlo quienes no entienden lo que dice. Estas crónicas vienen a engrosar el santorial espadiano, con hallazgos como Smith & Wesson (Ortega Smith), el pueblo catalunyés o, je, la porfía en coser a los principales procesados la condición que mejor les define (veremos por cuánto tiempo): la de preso: el preso Junqueras, el preso Romeva, el preso Cuixart… Dados los delitos, ‘reo’ habría parecido un tanto cinematográfico: “¡Póngase en pie el reo!”; demasiado ficcional, en fin, para lo que allí se ventilaba, y de todos son sabidos los pleitos que AE mantiene con la ficción. Con todo, tal vez mi quiebro favorito sea el que puntúa la labor de Javier Melero y, por defecto, la de sus colegas. Sirva de muestra el arranque del capítulo 39: “Cuando los intereses del abogado, Melero, coinciden casualmente con los de la verdad el juicio cobra una altura”. El abogado, coma, Melero. A diferencia de, pongamos, el juez Marchena o el fiscal Zaragoza. ‘Porque en la sala’, viene a decir AE, ‘abogados, lo que se dice abogados, sólo hay uno; el resto son políticos’. Y lo que cualquier soldado raso habría resuelto incurriendo en una paráfrasis como la anterior, él lo hace con una coma, emulando el eslalon minimalista con que Benzemá, el 10 de mayo de 2017, limpió a tres defensas del Atleti.
El juicio, por cierto, tuvo una notable impronta futbolística. No en vano, a la expectación inicial siguieron fases de un insufrible centrocuentismo. Y al igual que los locutores que narran los partidos se ven en el brete de constatar el tedio sin ahuyentar al televidente, apelando para ello al eufemismo (tal vez el duelo no sea vistoso pero sí emocionante), los cronistas hubieron de lidiar con sesiones más parecidas a un Sestao-Eibar que al litigio vibrante y decisivo que hizo de España un trending topic mundial. ¿Cómo se las ingenió AE para retener al lector? Como lo haría el mismísimo Víctor Hugo Morales. Si éste entretenía la mirada hilando anécdotas de los tiempos de Gatti, Perfumo y Pastoriza, AE traía a colación el Diccionario de insultos. Extraídos y trasvasados de las obras de D. Francisco de Quevedo, o se daba a la disertación sobre el verbo “excepcionar”, o citaba a Henry Sidgwick a cuenta de un artículo de Juan Claudio de Ramón.
Entre las cuantiosas anomalías de la provincia española, figura el hecho de que, meses después del juicio, ni un solo periódico haya ofrecido a sus lectores un vídeo con las mejores jugadas. Si se dignaran, o si, pongamos por caso, Netflix produjera una miniserie, no habrá guión que mejore el que tienen ustedes entre manos.
El título, Sed de lex, se cuenta entre los más sagaces de los libros de AE y si el publicista Mejide quisiera discutirlo, como hizo en su programa a propósito de Un buen tío (cuando osó afirmar que él y su ignorancia le habrían puesto 'Un buen tipo') debería hacerlo con la esposa del autor, Patricia Jacas, pues a ella se debió la genialidad.
Posfacio a Sed de lex, de Arcadi Espada
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