La victoria de Boris Johnson ha despejado el camino para la culminación del Brexit, en lo que supone el mayor golpe a la UE desde que ésta empezara a aletear sobre los escombros de Europa. Érase aquél un tiempo en que esa misma palabra, escombros, y otras de su cepa, como hundimiento, ruina o devastación, fueron monstruosamente literales. Bien mirado, el proyecto de integración europea ha posibilitado que durante casi setenta años (contados desde la célebre declaración de Schuman) esa familia léxica tuviera sobre todo un uso metafórico, a menudo indeseable por cuanto tendía a deslizarse por la pendiente de la hipérbole, con lo que ello tiene de vaciamiento de sentido, de desvinculación de lo real. Gracias, en suma, al grado de civilidad que implican instituciones como la UE, los 'linchamientos' no suelen desbordar el Twitter.
Estamos, ni que decir tiene, ante un suceso desolador, tanto que sorprende que algunos analistas celebren, con no poca ligereza, que el proceso haya llegado a su desenlace. ("¡Al fin!", dijo el amputado.) Máxime cuando la incertidumbre no ha hecho más que empezar, y no sólo por los perjuicios que el Brexit acarreará en lo económico (la voluntad de cooperación bajo el frontispicio ético, humanista, de la confianza mutua está en la base del comercio, esto es, del progreso, y 'la Europa de los mercaderes', como el nacional-populismo gusta de descalificar a la UE, no es sino el cimiento de la convivencia); también, por el sentimiento de extranjería que invade desde el viernes a los ciudadanos europeos no británicos (aunque la especificación es ya un pleonasmo) residentes en el Reino Unido, una quiebra moral que, en adelante, redundará en una pérdida inexorable de derechos.
Por lo demás, el Brexit ilustra de manera ejemplar la toxicidad del nacionalismo. Del mismo modo que hay dos millones de catalanes que están dispuestos a sacrificar su bienestar y el de las generaciones venideras en nombre de la hispanofobia, hay 13.966.565 de británicos, unos 14,5 si tenemos en cuenta a los votantes de Farage (la diferencia global respecto a la suma de laboristas y liberales ha sido de 600.000 votos) que han resuelto convertir en intrusos a franceses, españoles, alemanes, italianos... invocando para ello un indisimulado supremacismo.
Y a sabiendas, conviene subrayarlo, de que los augurios de prosperidad de los Farage y compañía no eran más que patrañas; esta vez, en efecto, ningún elector puede alegar que ha sido víctima de las fake news. Ciertamente, el hecho de que el Remain se hallara subordinado a la izquierda energúmena de Jeremy Corbin no ha favorecido la causa europeísta, pero nada se me antoja más nocivo que la vuelta a la caverna. Para colmo, el triunfo conservador ha reactivado el independentismo en Escocia e Irlanda del Norte, amén de investirlo, a ojos del mundo, de un halo de legitimidad.
Contra el IRA no vivíamos mejor, pero desde la II Guerra Mundial no ha habido en Europa un momento más incierto, comprometedor e inicuo que éste. A ver si así.
Voz Pópuli, 16 de diciembre de 2019
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