Cada tanto, un coro de plañideras clama con resignada solemnidad, sin sombra alguna de ironía, el interrogante cenital de su generación: “Y de esto, ¿qué habría dicho Manolo?”, concediendo a la obra de Manuel Vázquez Montalbán (y a su vida: ¡dio en morir en Bangkok, como sus pájaros!) un obsceno sentido oracular. Lo cierto es que Manolo, como se empeñan en llamarle sus nostálgicos (en uno de esos alardes de campechanía que, cuando rebasan la esfera de los ases del deporte -¡Vamos, Rafa!- no son sino prurito de estatus: el virtue signaling del cultureta medio); Manolo, decía, no sólo no predijo nada, sino que remató invariablemente a las nubes, con el agravante de que siempre lo hizo a puerta vacía.
No hay más que echar un vistazo a su hall of fame: el subcomandante Marcos, los Castro, la Pasionaria, Rafael Ribó... Fantoches de una paisaje crepuscular cuyo colapso definitivo, tras la caída del Muro de Berlín, no le sirvió más que para regodearse en su orgullo de paria. Aquel célebre colofón cortomaltesiano: “Déjenme al menos que sea yo quien apague la luz”, cuando no ha habido en el mundo un apagón comparable al que propagó su ideología.
Comprendo a las manolettes, aunque por motivos que nada tienen que ver con la presunta perspicacia, ¡extensible al futuro!, que atribuyen a Manolo. Montalbán fue un grafómano que, más que escribir artículos, se los hizo encima, de ahí que su jurisdicción se limitara al presente; eso sí, bajo una invocación a la memoria tan obstinada como imprecisa, y a la que cosía la palabra ‘histórica’ por la sencilla razón de que ese adjetivo, histórico, devino en el alérgeno más eficaz para los críticos, máxime si se trataba de gentes impresionables. Yo a mis 18, por ejemplo. La farsa llegó tan lejos que todavía hay periodistas más o menos cultivados que creen que su alter ego era Carvalho. Aunque pensándolo bien, no les falta razón: Montalbán, pensador garbancero, nunca pasó del sofrito. Y tal vez fuera exactamente eso, ay, lo que nos subyugaba: la salpicadura de cap-i-pota en la última de El País.
La semana pasada, a propósito de la columna sobre Miguel Ángel Blanco, anduve rebuscando en las hemerotecas (ese lugar que, extrañamente, deviene al punto en una suerte de pasado con todos los adelantos) y choqué con las dos piezas que MVM, ese Pemán de entretiempo, escribió al respecto.
Me centraré en primera, titulada"Después", y que comenta la manifestación que, tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco, reunió en Barcelona a un millón de personas. MVM nos honró con su asistencia.
“Los que habíamos ido para protestar contra la muerte [así, en bruto, como quien protesta contra la providencia (y ya “protestar”, en tales circunstancias, se antoja un verbo asaz manolo)] compartimos [ecs, compartir] la manifestación con quienes pedían el retorno de la pena de muerte [fify/fifty]. Los que nos habíamos sentido sacudidos por el dolor de unos padres [MVM, para quien todo, hasta el más inane rabo de toro, fue susceptible de una lectura política, se siente “sacudido” por el dolor de unos padres. No por un trauma histórico-político, sino por el duelo de dos individuos. Ni que decir tiene que las quinientas mil bestias pardas –compartimento estanquero- con las que tuvo que rozarse no se sentían concernidas por el dolor de los padres de Miguel Ángel Blanco.] […] comprobamos que uno de los gritos [no consignas, no, “gritos”] más repetidos y creativos fue el de hijos de puta, no un insulto a los etarras, sino a sus madres [que tampoco lo merecían, quiso decir sin atreverse].Y al día siguiente vimos cómo volvía a surgir de debajo de la lápida [Franco, Franco, Franco] el discurso de la democracia orgánica, de la España una, grande y libre. […] El balance positivo [la cuenta de resultados] consiste en que tal vez en el País Vasco la mayoría haya perdido el miedo a rechazar el nacionalismo violento [sólo el “violento”; toda una vida arrastrando el sintagma, no fuera a ser que le tomaran, a él también, por un hijo de puta] y que algunos presos etarras exijan una salida política a su dirección [“dirección” como quien dice ‘comité federal’ o ‘ejecutiva’: ese abyecto marchamo de institucionalidad con que distinguió a ETA] pero el conjunto de la operación [había una posibilidad de ir más allá de la indecencia adversativa, cual era designar la movilización ciudadana con el nombre de “operación”] se me revela ambiguo, inquietante [sinónimo, aquí, de ‘asqueroso’: por la repugnancia que le produjo compartir el aire con medio millón de españolazos]. […] Ya sé que es emocionalmente incorrecto [“emocionalmente”, y no ‘políticamente’, en virtud de la naturaleza primaria de quienes reclamábamos, reclamamos, el cumplimiento de la ley] pedir soluciones políticas [“soluciones políticas” es el equivalente en Casa Leopoldo a las “negociaciones políticas” de la herriko taberna], pero hasta ahora las únicas exhibidas sólo confirman a 180.000 peligrosos exiliados interiores. [Se refiere, obviamente, a los votantes de Batasuna. Exilio interior: exclusión de la vida pública de los intelectuales de izquierdas que se quedaron en España durante la represión que siguió al franquismo. “Peligrosos”, en efecto, ejerce la función de preservativo: ambiguo, inquietante, montalbaniano].
Voz Pópuli, 22 de noviembre de 2019
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