No hacía ni diez minutos que esperaba el autobús D20 en la parada de la calle Pepe Rubianes, en la Barceloneta, y ya había visto pasar un coche patrulla de los Mossos y dos de la guardia urbana, además de a dos parejas de urbanos patrullando a pie y otro en bicicleta. Frecuento el barrio y hacía años que no veía semejante despliegue policial en labores de prevención, ni siquiera en los días más aciagos de la infestación turística, por lo que deduje que las autoridades, y muy principalmente el Ayuntamiento de la ciudad, se habían propuesto hacer valer sus competencias. Entre las razones de su prolongado absentismo se cuenta el credo ideológico del gobierno consistorial.
Como se sabe, Colau y su séquito consideran que, dado que la delincuencia tiene su origen en la marginación, en las bolsas de pobreza que genera el sistema (capitalista), la presión policial es un remedio infructuoso y, sobre todo, poco creativo. (Llama la atención, por cierto, cómo esta misma izquierda, tan renuente al uso de la coerción frente al delito barriobajero, no tiene el menor empacho en aplicarla cuando se trata de reprimir la violencia doméstica, la corrupción política o el saqueo bancario, lacras de derechas).
De hecho, si algo hizo bien la alcaldesa desde primerísima hora fue criminalizar a la Guardia Urbana, en una tarea para la que contó con la inestimable ayuda del concejal Garganté, que, recordemos (¡qué esquiva es a veces la memoria reciente!) llegó a enfrentarse físicamente (mis manos: mi capital) a los antidisturbios. En su breviario del mundo, que sólo tiene unas páginas menos que el de Colau, manteros, okupas y atracadores son síntomas de una enfermedad para la que no se dispone de cura, cuando menos con el instrumental de la política burguesa.
La contradicción que aqueja al populismo, a cualquier forma de populismo, radica en el hecho de presentarse como esperanza de una realidad que, según su mismo diagnóstico, no la tiene. Entretanto, el crimen azota a los distritos más humildes, desvelando una de las aristas más grotescas de la desigualdad, cual es la que alimenta el relativismo. A ello precisamente se refirió Valls, en entrevista con Sostres, la semana pasada: “La inseguridad es una desigualdad más porque afecta, sobre todo, a los barrios más pobres, a los jóvenes más vulnerables y más propensos a caer en el tráfico y el consumo de drogas, a las personas mayores de los barrios más periféricos. […] El orden no es de derechas ni de izquierdas. El orden es la libertad. Una sociedad sin orden es la selva, donde impera la ley del más fuerte”.
Esos barrios no han sido inmunes a la deficiente gestión del Consistorio. Así, el apoyo en las municipales a Barcelona en Comú cayó un 8% en Ciutat Vella (un 10% en la Barceloneta) y un 11% en Nou Barris. Hay, no obstante, indicadores más categóricos de la crisis barcelonesa. En febrero de 2017, unas 160.000 personas se manifestaron en Vía Layetana bajo el lema ‘Prou excuses. Acollim ara’ [Basta de excusas. Acojamos ahora]. Clamor multitudinario para acoger refugiados. A principios de julio, la manifestación en favor de Open Arms, perfectamente equiparable, reunió a 500 personas. El desplome de la solidaridad, en efecto, también cabe achacárselo a Colau.
Dos días antes de presenciar en la Barceloneta ese insólito alarde de medios, la Junta de Seguridad Local se había reunido en el Ayuntamiento de Barcelona. Al encuentro no acudió la Fiscal Jefe de Barcelona, Concepción Talón. La periodista Mayka Navarro se interesó por los motivos. “Fuentes de la Fiscalía confirmaron después lo que era un rumor a voces, que Talón no fue porque no pisará el Consistorio mientras un lazo amarilllo cuelgue del balcón”. Hasta ahí llega la riada.
Voz Pópuli, 22 de julio de 2019
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