sábado, 7 de julio de 2018

Dios es cuadrado

Bajo el pretexto de la sofisticación tecnológica y el prurito civilizador, el fútbol moderno ha ido renovando las cláusulas del contrato con el público. Si en mi niñez, en mitad de una retransmisión, el locutor de turno (del que sólo se esperaba que murmurara el nombre del futbolista que tocaba la pelota; sólo José Félix Pons se permitía algún aderezo) hubiera anunciado: “No se pierdan, después del partido, la nueva entrega de Lo que se avecina, la serie más disparatada de la ficción televisiva”, habría abjurado del mundo. Hoy, en cambio, finjo no haber oído nada, y de esa suspensión de la incredulidad saco el aplomo para seguir, mal que bien, a pie de obra.

El emplazamiento de las cámaras no ayuda. Como nos hizo ver Patricia Jacas a su marido y a mí en la final de la Champions contra la Juventus, la omnisciencia de la realización, y en especial esa steady que cuelga del cielo, están más cerca del FIFA Nintendo que de aquellos picados unicejos que tantos goles dejaron fuera de plano, en el limbo perfecto de la fantasía. Y qué es hoy el estallido de la celebración sino una pura retención de humores en espera del dictamen del VAR; gozos en diferido y desconsuelos tántricos, sí, también a ello nos iremos acostumbrando en memoria del niño que somos. A lo que no logro hacerme, pues el colapso es casi multiorgánico, es a que los jugadores, cuya única gesticulación homologada de Platko a Benzema ha consistido en casar las mitades de una esfera abollada, se den a la mímica del cuadrado. Por esa insólita ventana se está yendo mi fe.

The Objective, 7 de julio de 2018

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