Cuánto
añoro las Navidades sin afeites ni plusvalías, aquellas en que sólo se
celebraba eso, la Navidad, y que habrían de pasar a la historia por
frugalidades como los tortazos de Lussón a Codeso, las empanadillas de
Encarna o que una niña de San Ildefonso fuera negrita. Aquellas
Navidades, en fin, cuya luz se descomponía en expectación, contento y
melancolía, y que apenas precisaban de alegorías mundanas, como no
precisa el fútbol del rugido de la vida. Un Belén entrañaba la
posibilidad de que los niños rehiciéramos el mundo con arreglo a un
orden que intuíamos trascendente, y Dios atendía la disposición de los
patitos en el río con el mismo celo con que hubo de velar la
construcción de las catedrales góticas, siendo así que el
poblado entero parecía hallarse bajo una tutela cenital, un ojo de
halcón hogareño que nos impelía, al pasar frente a la librería, a mover
unos milímetros una oveja rezagada, evitando así su descarrío, o a
enderezar la fila por la que discurrían los Reyes Magos, en un vívido
remedo de la Cabalgata que en la noche del 5 recorrería la ciudad. O a
abrigar al Niño, no fuera a coger frío. Nunca tuve la impresión de estar
ante una maqueta. Y sí la tengo hoy, en cambio, al ver los belenes
institucionales, esas soft parades inclusivas, transgresoras,
sostenibles y aun antifascistas, inequívocamente comprometidas con la
política de déficit cero y quién sabe si portadoras, a modo de
pasatiempo infantil, de un mensaje cifrado de solidaridad con los
presos.
Unas Navidades que son, definitivamente, más, mucho más que unas Navidades. O lo que es lo mismo: menos.
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