domingo, 18 de septiembre de 2016

Defensa central

En mi afán de nadar en aguas abiertas, me convertí en el primo bastardo de Fernando Hierro (de quien las gentes impresionables recuerdan cómo atornillaba a los árbitros con el dedo índice y, en cambio, entierran sin reparos aquel vadeo imposible de área a área). El acomodo no fue todo lo fácil que había previsto: al principio me pareció que aquella región era hostil al hombre y un edén para el murciélago, así el centrocampista escupe su mirada contra el viento para adivinar el acecho de una sombra y aun su chasquido. Un entrenador que se parecía bastante a Miguel Ríos me sacó del centro del campo y me situó como extremo izquierda. “El regate no se te da mal y tienes la derecha de madera, así que enfila.” Jugué algunos partidos con cierta desenvoltura, pero hubo un día en que regateé a mi marcador y en lugar de que me gustara el regate me gusté yo, y así volví sobre mis pasos y le tiré a ese mismo individuo un caño humillante y absurdo. Al punto, desplegué un repertorio enloquecido de sotanas, quiebros, autopases... Hasta que perdí de vista el horizonte y me perdí de vista a mí. El gozo más ligero que jamás haya disfrutado llegó una mañana en que serví tres goles sin necesidad de tirar un solo regate. Tengo dicho que nunca eché de menos los olés de esas plazas de regional: me bastaban los susurros de Gil o de Castells, los mejores jugadores del mundo en aquel tiempo de heroesmegos. Miguel Ríos se retiró y el tipo que le suplió me dijo que, aunque algo lento, sabía ver los desmarques, así que volví al centro del campo, a la posición que hoy ocupa el gran Xavi Hernández. Una tarde, una de las últimas en que me enfundé la camiseta, levanté la vista y vi a Gil y a Castells, a Salvadó, a Ros, una valla de publicidad, la red temblona de la portería, la base del poste de negro titanlux, un hombre fumando con la cabeza gacha, un árbol que se alzaba sobre el fondo de cemento. Llevaba el balón cosido al pie pero, antes que el toqueteo, me deslumbró mi pasado. En aquel instante comprendí que el fútbol y la vida confluían en el punto de vista. Y que el narrador, por muy omnisciente que sea, siempre será mejor si tiene las espaldas custodiadas por el genio de Benito, la picardía de Marín y algo, en fin, de memoria. Yo vengo de un silencio en que ni siquiera el malnacido peor fingió jamás un penalti.

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