miércoles, 29 de julio de 2015

De Discépolo a Pisarello


El primero de abril de 1935, el compositor porteño Enrique Santos Discépolo, celebrado autor de "Cambalache", y la cancionista Tania, actuaron en el cine Coliseum de Barcelona. Como anunció días antes El Mundo Deportivo, el espectáculo que el dúo presentaba tenía "como principal atracción el de ser completamente nuevo para nuestro público”. No en vano, Discépolo se había propuesto una labor eminentemente pedagógica: afinar el paladar de los barceloneses, quienes, al parecer, gustaban por aquel entonces del tango truculento, patético, simplón. En la crónica que siguió a la actuación, Josep Maria Planes reseñó cómo Discépolo inició su número disertando sobre la corrupción que, a su juicio, asolaba al tango. “El verdadero tango”, clamó el poeta, “no tiene nada que ver con este producto de perfumería barata, lagrimoso y chirriante que unos fariseos han puesto de moda”. Al decir de Planes, “Discépolo es partidario del tango austero, simple de líneas, limpio y brillante como un mueble de clínica”.

Discépolo no ha sido el único argentino que pasó por Barcelona a despecho de su tiempo. Antes de que le reventara el corazón, el Gato Pérez dotó a la rumba catalana de planteamiento, nudo y desenlace, y la arropó con palabras como “ancestral”, “harmoniosa y “singular”, la clase de léxico que, hasta que él desembarcó en las Ramblas, estaba reservado a los cantautores. El Gato, en suma, no sólo rumbeó contra los 40 Principales, sino también contra el libro de estilo de la gitanería, es decir, rumbeó contra la rumba misma.

Del gran Ángel Pavlovsky, bastará una noche en el teatro Capitol en que, al dar una espectadora por descontado que él, luego de actuar, se convertía en otro, respondió: “Verá, señora, para hacer lo que yo hago, hay que ser un poco así”.

Es pensar en Discépolo, el Gato o Pavlovsky (o en Cortázar, Vázquez-Rial, Raúl Núñez,...) y lamentar que, de un tiempo a esta parte, Barcelona haya dejado de beneficiarse de la argentinidad para empezar a padecerla. Valgan, en este sentido, los casos de Leonardo Anselmi y Gerardo Pisarello. Al primero se le conoce por ser el impulsor de la ILP que resultó en la prohibición de los toros. La contribución a la barcelonía del segundo, primer teniente de alcalde de Ada Colau, se resume hasta el momento en haber supervisado, ufano como un capataz tras el carajillo, la retirada del busto del Rey emérito.

Hasta que lleguen mejores días no queda sino agarrarse al único argentino que, ejerciendo de tal, sigue brindándonos su gracia de cuando en cuando. Me refiero, claro está, a Joaquín Sabina. Y es que así está el patio. O, como diría Discépolo, ¡qué vachaché!



Libertad Digital, 28 de julio de 2015

No hay comentarios:

Publicar un comentario