jueves, 4 de septiembre de 2014

Más cine, por favor


Mi primera militancia estética lo fue en el cine de Bruce Lee. Aún hoy me pregunto cómo pudo mi abuela soportar esa tralla sin el menor resoplido, pues ni siquiera yo, pese al esmero que pongo en la custodia de mi infancia, resisto hoy en día más de diez minutos de gresca china; suficientes, eso sí, como para atusar la nostalgia, dejar que me asome una sonrisa y, con un celo rayano en la morosidad, ir recobrando el aliento.

Visto ahora, cualquier combate de Operación Dragón no deja de ser una efluvio pornográfico. En el cine Marina, no obstante, apreciábamos tanto la cópula cuanto el prolegómeno, esto es, la película que precedía a la actuación de Bruce, ya fuera aquélla de destape, de romanos o de vaqueros (es probable que no hubiera otra pauta que la decantación más o menos azarosa de los lotes de reestreno que asediaban Barcelona).


La naturalidad con que deglutíamos esas otras películas, a menudo filmadas veinte o treinta año
s antes, da perfecta cuenta de la nula importancia que entonces tenía lo novedoso; máxime a la luz de nuestros días, en que sentarse a ver una serie de hace dos o tres años es una ceremonia tan arqueológica como leer un periódico de ayer.

[...]


En el instituto empezó a correr la noticia de que el mundo se dividía en películas con mensaje y películas sin mensaje. Hubo quien, clavando la pértiga en el marxismo, voceó una exuberante fe de erratas: "¡Ilusos! Eso que llamáis películas sin mensaje son opiáceos al servicio del capital, pura ideología dominante". A partir de ese instante, películas como El secreto de la pirámide, Terminator o Rocky 4 exigieron un parte médico, una nota al pie o una rialleta licenciosa en clave de canita al aire.

Sea como sea, y a rebufo de la convicción de que cualquier forma de ocio debía ser revolucionaria, empezamos a frecuentar la Filmo, el Arkadin, el Capsa, el Casablanca y el Verdi. Grosso modo, nuestros cines predilectos pasaron a ser los que proyectaban películas europeas en VOS ('leídas', decía mi abuela) y disponían de octavillas con la ficha técnica y algún que otro apunte admirativo (lo que, dicho sea, facilitaba al espectador la tarea de formarse un juicio crítico). No en vano, tan importante como ir al cine era comentar la película, pues lo crucial no era el consumo (eso que algunos comunicólogos llamaron, sin vergüenza ninguna, experiencia fílmica), sino la enseñanza que éste procuraba.


Di por clausurada mi etapa pedante (cisne cuello negro y El País bajo el brazo) con la trilogía de Kieslowski, que critiqué con vehemencia de converso en una gacetilla universitaria que por entonces se publicaba en Bellaterra. Lo cierto es que Kieslowski no me exasperaba tanto como llegué a jurar, mas simbolizaba la clase de autor al que rendían pleitesía los existencialistas de tres al cuarto; la clase de homeopatía, en fin, para evitar la lectura.

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