La mayoría de los episodios que vienen sucediéndose en el barrio terminan, si fa no fa, como el de esos ocho italianos, esto es, enmarañados en una antología de la carencia que hunde sus raíces en 1749, año en que el ingeniero militar Juan Martín Cermeño, por iniciativa del capitán general Jaime de Guzmán-Dávalos y Spínola, segundo marqués de la Mina, proyectó el suburbio a escuadra y cartabón, cual si se tratara de un continente que urgiera colonizar. En su génesis, la Barceloneta fueron 15 trazos de 7,5 metros de ancho paralelos a la ribera, atravesados perpendicularmente por otros 3 de poco más de 9 metros. Las casas, de planta baja y un piso, destinadas a una sola familia en régimen de propiedad, consistían en un prisma de seis caras cuya superficie no excedía de los 65 metros cuadrados. La actual Barceloneta no es sino la aberración alevosa y sostenida de aquel plan urbanístico, que, aun a pesar de su ascendencia militar (la longitud de las calles, por ejemplo, pretendía favorecer el desalojo a cañonazos de la muchedumbre en caso de revuelta popular), albergaba un mandato de salubridad. No en vano, el hecho de que las construcciones fueran relativamente bajas permitía el paso de la luz del sol, una de las pocas garantías de higiene en la época.
Dos días después de la escaramuza italiana, en el entresuelo del inmueble que queda enfrente, no menos de 15 belgas bebían y bailaban como si no hubiera un mañana. Eran poco más de las once de la noche y el propietario del piso, padre, a la vez, de uno de ellos, cortó la fiesta de cuajo. Según explicó al día siguiente a una vecina en tono de disculpa, había visto en la televisión belga un flash informativo con las primeras protestas y viajó a España de inmediato ante el temor de que al hijo 'le ocurriera algo'. Como quiera que su retoño se había clonado en otros catorce bárbaros, terminó por ocurrirle 'algo': el padre lo sacó a hostias.
No es habitual, no obstante, que los propietarios de los llamados pisos turísticos sean padres de familia de talante responsable. La bañera italiana, sin ir más lejos, pertenece a una francesa que, al decir de los vecinos, vive en el Borne, barrio limítrofe con la Barceloneta. Compró el piso a finales de los noventa y, desde entonces, lo viene alquilando a través de agencias. Sin licencia, por supuesto. Del millar de pisos turísticos que, según los cálculos más optimistas, hay en el barrio, tan sólo 70 disponen del preceptivo permiso para actividades turísticas. El resto lo componen un ramillete de pisos francos en los que, cada tres o cuatro días, se renueva briosamente el apocalipsis a 50-100 euros la noche y con independencia del número de ocupantes.
Responsabilidad vecinal
Pero detrás de esa proliferación no sólo hay extranjeros ávidos de dinero fácil; también los lugareños han contribuido a ella. No es ningún secreto que muchas de esas viviendas pertenecen a barcelonetenses tan de-toda-la vida como los que hoy rugen enfurecidos por las calles. De día, los ánimos se serenan en la misma medida en que la noche los aviva. En la plaza del Poeta Boscán, la 'Repla' para los nativos, tres vecinas hacen un alto en el camino de vuelta del mercado. Los carros de la compra descansan al margen cual caballos sedientos. Una de ellas anda recitando un rosario de nombres propios ante el que las otras cabecean (a menudo, como si cada uno de esos nombres confirmara una sospecha). Se trata, en efecto, de amigos, conocidos y saludados que se han rendido a la tentación turística. Hay quien vendió el piso para mudarse a alguno de los pueblos de la segunda o tercera corona metropolitana, o quien pasa el verano en el apartamento de la playa y, durante ese período, cede la vivienda a una agencia para que la explote. En ocasiones, tras la picaresca se esconde un drama real, como el de esas ancianas (he sabido de dos) que se trasladan durante unos meses a casa de alguno de los hijos para, con el dinero del alquiler, redondear una pensión con la que apenas subsisten.
En la playa, me encuentro con una reportera de televisión que tuve a mi cargo como becaria en un diario ya fenecido. Me pregunta, a propósito de la revuelta, por el mobbing inmobiliario que, según ha-podido-confirmar, sufren los vecinos. El Ayuntamiento, que ha paralizado la concesión de licencias, prevé restringir la actividad turística a bloques enteros que, además, habrán de disponer de recepción (una de las imágenes que ha dejado el estallido vecinal es la de grupos de turistas -mientras no se diga lo contrario, borrachos- yendo de madrugada a recoger las llaves a una agencia de la Repla, que opera, así, como recepción ilegal de un enjambre de pisos). En previsión del nuevo reglamento, algunos promotores han realizado ofertas de compra a particulares para, de ese modo, hacerse con el edificio... y la licencia. Esa realidad, incontestable, ha alimentado el mantra del mobbing. Así y todo, el verdadero acoso inmobiliario no es el que puedan ejercer, conforme a prácticas más o menos delictivas, las agencias, sino el que deparan las noches de tango y zambra. El porqué del estallido vecinal es más soportable si al fondo se distingue la figura de un patrón despiadado que ahuyenta a los vecinos a golpe de amenaza. En ese caldo de cultivo emerge el nombre de Itziar González, la ex concejal socialista que abandonó el cargo por supuestas amenazas de propietarios, y que los vecinos mentan como a una Robin Hood contemporánea aun cuando, obviamente, Robin Hood jamás habría dimitido.
Sea como sea, el absentismo laboral del alcalde de la ciudad, Xavier Trias, ha soliviantado a todo el vecindario, que en ese punto se muestra unánime: si esto hubiera ocurrido en cualquier otro barrio de Barcelona, el problema no se habría desbordado. Hay, claro está, preguntas menos halagüeñas, como la que se hace, brindando al sol, el gambiano Madou, vendedor de cocos: "Imagina, hermano, que en lugar de guiris fueran negros".
Por lo demás, es casi imperativo deshacer el equívoco suscitado por la protesta respecto a la idiosincrasia del barrio. Frente a lo que pregonan algunos de los agraviados, la Barceloneta nunca ha sido un remanso de laboriosidad y trapisonda. De hecho, no hay en Barcelona un barrio tan bullanguero como éste. A la brisa se han sumado el hacinamiento ('this is La Ostia', el suburbio con mayor densidad de Europa) y la marginalidad (hasta hace poco tiempo, era relativamente sencillo comprar heroína en algunas de las plantas bajas donde hoy retozan los erasmus). Lo que ahora ocurre es que el infierno son los otros. Y lo son, además, de una forma salvajemente literal.
---------------------------------------------------------------
Barcelona postal
Aquejados desde los Juegos por el mal de Narciso, los barceloneses suelen levantarse cíclicamente contra el ruido y la fealdad, acaso persuadidos de la existencia de un paraíso perdido que, indefectiblemente, habrá de volver.
La primera gran protesta, digamos, moderna, contra el estado de las cosas en la ciudad, no prendió en la calle, sino en los periódicos. Hace nueve años, también en verano (¡porco verano!), una crónica en La Vanguardia de Xavier Mas de Xaxàs alertó del deterioro que a la sazón venía sufriendo la plaza Real:
"La plaza más elegante de todas las plazas de la ciudad, hermanada con la plaza Garibaldi de México DF, es un socavón de humanidad, un ojo hundido, lumpen y esperpéntico [...] A media tarde, frente a los Tarantos y el Jamboree, hombres desdentados, alcoholizados, acostumbrados a los techos precarios y las intemperies bochornosas, tocan palmas y echan cantecitos con una mujer morena y tosca".
Días después, el arquitecto Oriol Bohigas recogía el testigo en El País:
"Hay que apoyar el texto de Mas de Xaxás en lo que tiene de denuncia: no se trata sólo de un socavón de humanidad, sino de un albañal de miseria, mierda y degradación permanente, utilizado sólo por un falso turismo asimismo miserable, sucio y degradado".
Esa misma mañana, Arcadi Espada acusó en su blog a Oriol Bohigas de utilizar una tribuna pública con el solo objetivo de que el Ayuntamiento le retirara la basura del portal, pues, tal como aquél recordaba, Bohigas vivía en la plaza Real, detalle que el segundo, no se sabe si por cuco o arrogante, había omitido en su artículo.
Ya entrado agosto, Félix de Azúa sugería, también en El País, que a Bohigas no le importaba tanto la degradación de la urbe cuanto su propio descanso:
"Es cierto que la plaza Real (donde vive Bohigas) da asco, pero no menos que la totalidad de las Ramblas y sus aledaños. Tampoco es imprescindible bajar al sur de Barcelona, lugar notablemente mediterráneo, es decir, guarro, porque en el norte (llamado "pijo" por la gente resentidilla) sucede lo mismo."
Zoom News, 28 de agosto de 2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario