miércoles, 14 de mayo de 2014

¿Qué les das, Alá?



Lo cuenta Pablo Molina en la revista El Medio, ese prodigioso tablón informativo sobre los Orientes que dirige Mario Noya con tesón de escribano. La campesina pakistaní Asia Norín, más conocida como Asia Bibí, se halla recluida en la cárcel de mujeres de Multan, donde aguarda a que el Tribunal de Apelaciones de Lahore conmute o ratifique la condena a la horca que pesa sobre ella. El delito de Norín, católica y madre de cinco hijos, fue enfrentarse en 2009 a una turba de mujeres musulmanas que le habían reprochado que se valiera, para la faena agrícola, de la misma agua que ellas utilizaban. Dada su condición de infiel, aducían, existía el riesgo de que el agua acabara contaminada. 

Malala Yousafzai también es pakistaní y su historia es de sobra conocida. Cuando contaba 15 años un terrorista talibán (pleonasmo) le descerrajó sendos disparos en la cabeza y el cuello por su activismo en favor de los derechos civiles. Malala figuraba en la diana de la organización Tehrik e Taliban Pakistan desde que, a la edad de 13 años, empezara a escribir un blog para la BBC bajo el pseudónimo de Gul Makai, y en el que abogaba, principalmente, por el derecho a la escolarización de las mujeres. Tras restablecerse de la agresión, Malala pronunció un discurso en la sede de Naciones Unidas que dejó una sentencia para la posteridad: “Un profesor, un lápiz y un libro pueden cambiar el mundo”. Al poco, un talibán, en una carta abierta a Malala, puntualizó que la causa (¡la causa!) del atentado no tenía nada que ver con el denuedo alfabetizador de Malala, sino con el hecho de que se hubiera proclamado admiradora de Obama. 

La guerra que libra el islamismo contra la civilización rinde, de modo más o menos cotidiano, un ramillete de ignominias que incluyen razzias contra cristianos, pruebas de virginidad forzosas para comprobar la 'pureza' de las jóvenes, crímenes de honor, llamamientos a mujeres a que desistan de conducir “para no perturbar la paz social”, ablaciones de clítoris, atentados indiscriminados contra infieles, así se encuentren en Nueva York, Madrid o Londres, secuestros de cooperadores y periodistas, jurisprudencias basadas en el ojo por ojo, estados de opinión contrarios a la democracia. 

El último hit en ese afán de exterminar del progreso es el secuestro por parte del grupo Boko Haram, al que se atribuye la muerte de unas 4.000 personas, de 276 niñas de un instituto situado en la localidad de Chibok, en el Estado nororiental de Borno, en Nigeria. Una vez más, el asidero moral de semejante acto de barbarie apunta a la posibilidad de que la educación ‘occidental’ pervierta el único destino admisible de esas menores, esto es, casarse y procrear. 

En el intento de neutralizar la tentación islamófoba, el periodismo suele hablar de interpretaciones aberrantes del Corán, aplicaciones sui géneris de la Sharia o lecturas tendenciosas del ‘verdadero’ Islam. En cierto modo, se trata del mismo mantra que exonera al fútbol de los daños que ocasionan los ultras, de los que, invariablemente, se dice que nada tienen que ver con el deporte. 

Lo cierto, no obstante, es que pocos analistas admiten sin ambages que el Islam es la única religión en cuyo nombre se sigue asesinando en el siglo XXI. Y que, más allá de las apasionantes disquisiciones teológicas y aun etimológicas sobre conceptos como el de yihad, no parece pertinente dejar de lado esa evidencia a la hora de abordar sucesos como el de la secta Boko Haram. 

Mario Vargas Llosa, siempre en las antípodas del huero seguidismo, cerrará este artículo: “Tengo algunos amigos musulmanes y todos ellos, personas cultas, modernas, tolerantes, genuinamente democráticas, me aseguran que no hay nada en su religión que no sea compatible con un sistema político de corte democrático y liberal, de coexistencia en la diversidad, respetuoso de la igualdad de sexos y de los derechos humanos. Y, por supuesto, yo quiero creerles. Pero, ¿por qué no hay todavía un solo ejemplo que lo demuestre?”.


Zoom News, 12 de mayo de 2014

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