Me habían invitado a la cena de la peña taurina Mario Cabré y, como quiera que no sabía de su existencia, me asomé a internet. Google me trajo un alud de artículos sobre el célebre galán, pero ninguno sobre la peña que lleva su nombre. El periodista que, en una suerte de cooptación gremial, me había abierto las puertas de la entidad, debutaba también esa noche, avalado a su vez por un colega que, por todo detalle, le había hablado de la segura presencia de algún que otro patricio barcelonés. Pregunté a mi amigo Oriol Trillas, taurino de pro, y tampoco él sabía nada al respecto. Mi benigna inopia, tan desprejuiciada, y el hecho de que el encuentro se celebrara en el Colegio de Médicos, en la parte alta de la ciudad, me llevaron a fantasear con la posibilidad de conocer, de primera mano, las entrañas de una sociedad secreta. No iba desencaminado. Después de todo, qué otra cosa son los pijos.
Ya en la mesa, supimos que la peña Mario Cabré no era taurina, sino cultural, mas el nombre resultó aún más inexacto que el adjetivo.
—¿«Peña», dices? —se revolvió la dama que se sentaba a mi izquierda. —No, no, de peña nada; club, más bien.
El promotor del club era el psiquatra forense Leopoldo Ortega-Monasterio (hijo del insigne compositor de «El meu avi», José Luis Ortega Monasterio, este, sin guión). No bien los comensales tomamos asiento, Leopoldo se dio un garbeo por las mesas para tomarnos la filiación, sin desprovechar la ocasión para bromear sagazmente con los caballeros y adular graciosamente a las señoras. Leopoldo, digámoslo ya, parecía salido de una película de teléfono blanco, o acaso de una novela nitrogenada de Eduardo Mendoza.
El leitmotiv de la velada era Menorca, lugar de veraneo de los Ortega-Monasterio y, según me pareció por algunos comentarios, de buena parte de los invitados (sospecho que los únicos que no disponíamos de residencia en la isla o en alguna de esas aldeas potemkin que son el Ampurdán o la Cerdaña éramos, ay, los chicos de la prensa). Por si quedaba alguna duda de que nos habíamos infiltrado en una manada de ricos, la sufrida ensalada que nos sirvieron de primero y el rosbif de ultratumba que hizo el segundo vinieron a despejarla. No en vano, el pésimo gusto por las cosas de comer es condición de alta cuna en Cataluña desde tiempos inmemoriales.
Llegados los postres, Leopoldo subió a la tarima y, micrófono en mano, evocó sus veraneos en Menorca mientras, sobre una pantalla tamaño cinexín, se iban sucediendo estampas familiares. «Aquí estoy con papá…» «En esta otra, con mis hermanos…» «Ah, los pescadores»… Por supuesto, ninguno de los clubbers hablaba en catalán; cuando menos, ninguno de los que yo alcancé a oír, que fueron unos cuantos, entre ellos los marqueses de Alella y los condes de no recuerdo qué erial. Quienes sí lo hablaban eran los dos indígenas que Leopoldo había mandado venir de la misma Menorca, y que ahora se disponían a ofrecernos un recital de canciones marineras a mayor gloria de Ortega padre. El catalán, en efecto, fue durante un lapso de la noche barcelonesa la lengua del servicio, como en los viejos buenos tiempos en que, ni que decir tiene, seguía instalada aquella troupe. A diferencia de lo que sucede con los cuadros flamencos de los señoritos andaluces, que normalmente cenan sobras en la cocina, los dos especímenes baleáricos habían cenado en una mesa contigua a la nuestra. El cometido de su actuación, según deduje, fue abrochar la remembranza veraniega esbozada por Leopoldo. Lo que no ya no sé si estaba previsto es que la luz mortecina y las sucesivas prórrogas del concierto, insólitamente springsteeniano, acabaran por despertar no ya bostezos, que también los hubo, sino ronquidos que, dado el público, no podían ser sino ostentóreos. Cuando ya el recital agonizaba, la dama de mi izquierda me susurró que ya faltaba poco para lo bueno. «Para el número fuerte», precisó, «que es lo que todos, en realidad, venimos a ver».
Volvía a ser el turno de Leopoldo, que se arrancó con «Violetas imperiales», sosteniendo en vilo la nota de «Españaaaaaaa» como si prolongara no supe qué, si una verónica o un orgasmo. El público, su público, murmuraba la canción entre bamboleos; no, no es que se la supieran, sino que la letra se iba proyectando en la pantalla. ¿Un karaoke? Más bien los años cincuenta con power point. Cuando Leopoldo atacó «Amar y vivir» hubieron de contenerme, pues hice ademán de saltar a la palestra para remedar un dúo, y al fin vencer. Y otro tanto le ocurrió a uno de mis colegas cuando anunció «Tuna compostelana», ya la cuarta planta del Colegio de Médicos viniéndose abajo de pura felicidad. «Si en la facultad de periodismo no hubiera habido tanto capullo, habríamos tenido una tuna como Dios manda», y siguió a lo suyo, secundando con graciosa marcialidad a Leopoldo, que a esas horas era ya el gran Leopoldo, y uno había de decir su nombre mascando esquirlas de neón.
Antes de irnos, Leopoldo improvisó una votación. «Se trata de votar si nos seguimos viendo los viernes, que tienen la ventaja de que podemos trasnochar más y la desventaja de que hasta el sábado no podemos ir a nuestras casas de fin de semana, o el jueves, que tienen la desventaja de que al día siguiente algunos trabajamos».
Por una vez en mi vida, estuve con el bando ganador.
Jot Down, 8 de noviembre de 2013
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