1. En nombre de Franco, de Arcadi Espada. Espasa. Marzo de 2013
En la génesis de En nombre de Franco están Josep Pla y Aly Herscovitz. No en vano, fue la investigación sobre Herscovitz lo que puso a Arcadi Espada tras la pista del diplomático español Ángel Sanz Briz. El cronista ampurdanés también está en las capas más profundas de este reportaje histórico. Tal como suele recordar el propio Espada, a Pla le faltó abordar el Holocausto para ser un gran escritor europeo, de ahí que el libro tenga algo de ofrenda planiana, de restitución diferida de las omisiones del maestro. En esencia, En nombre de Franco es una operación de restablecimiento de la verdad. De un doble restablecimiento, por ser del todo precisos, ya que Espada no sólo documenta el «heroísmo de Estado» de Sanz Briz; también rescata cuanto hubo de heroico en la actitud de Giorgio Perlasca, evitando así que el torrente de embustes que puso en circulación el propio Perlasca arrastre consigo la verdad. El periodismo, parece recordarnos el autor en cada esquina del libro, es una criba de materiales que se efectúa, sobre todo, contra el estúpido mandato de ser humilde. En clave estrictamente estilística, En nombre de Franco es un fino compendio de los vicios y querencias que han ido jalonando la obra del periodista catalán. Empezando por Briz, en quien vemos un trasunto de Samaranch, su gran biografiado, y siguiendo con el tiempo de la narración, esos «instantes cuánticos» que ya asomaban en Ebro/orbe, y que tanto deben a su desvelo por mostrar el making of (que aquí, más que un «cómo se hizo», es un «cómo se va haciendo»). Incluso la forma en que se dirige a Perlasca, esa segunda persona que remeda la puntillosidad de un fiscal de serie B, tiene algo de orgullo autorreferencial o, por qué no decirlo, de autoparodia. Después de todo, no fue sino Espada quien, en sus enseñanzas sobre el oficio, advirtió del riesgo de hablar con los muertos. Por último, En nombre de Franco es un libro abierto, pero no más que El deporte del poder, Raval o Contra Catalunya. Los libros se acaban, sí, pero sólo porque tienen que acabarse. Espada ha seguido escribiendo sobre Tamarit, como ha seguido escribiendo sobre Samaranch, Cataluña, Cercas, elBulli o la Verdad, que ya son, más que temas, jurisdicciones. En este sentido, el logro más importante de En nombre de Franco consiste en haber logrado que ese continuum se halle recogido en los aledaños digitales de la obra misma, anticipando así la posibilidad de que, en un futuro, los libros dejen de ser papiros clausurados por un punto para convertirse en enciclopedias implosivas, perfectamente borgianas. O lo que es lo mismo: en un lugar donde apoyar el pie para ver por encima de la tapia.
2. El combate, de Norman Mailer. Traducción de María Antonia Menini. Contra. Junio de 2013
En octubre de 1974, el estadio 20 de Mayo de Kinshasa, en el Zaire (actualmente, República Democrática del Congo), albergó el combate del siglo, dicho sea sin sombra de hipérbole. Enfrentó al irreverente, fanfarrón y mediático Muhammad Ali (¡un Mourinho!) con el tosco, arisco y temible George Foreman. Dos picadoras de carne que iban a pelear por algo más que el cetro de los pesos pesados o los diez millones de dólares que el dictador Mobutu, ansioso de promocionar el régimen, había dispuesto como botín, a razón de cinco millones por barba. Mientras que Ali, que en 1966 se había declarado objetor de conciencia, personificaba el desafío al establishment; Foreman, que ya en los Juegos de México había hecho caso omiso del llamamiento de la comunidad negra a boicotear el himno de su país, era el prototipo de «Uncle Tom», como se designaba peyorativamente a los negros complacientes con la ideología dominante. Norman Mailer cubrió el acontecimiento «empotrado» en el circo de un jovencísimo Don King, lo que le brindó la oportunidad de presenciar los entrenamientos, las ruedas de prensa, el cruce de bravatas… Y, cómo no, el choque de cornamentas. El resultado fue El combate, un monumental reportaje en que, ya desde las primeras líneas, el autor de Los ejércitos de la noche hace gala de su heterodoxia, ironizando aquí y allá sobre cuánta tensión literaria pueden soportar los hechos, fajándose a tumba abierta con el lugar que ha de ocupar el reportero en el relato, convirtiendo el artificio («el viajero», «el escritor», «Norman») en un atajo a la verdad. Leído hoy, es aún un libro preñado de nostalgia de futuro, la que corresponde a un mundo en que todo olía a nuevo. También el periodismo.
3. Limónov, de Emmanuel Carrère. Traducción de Jaime Zulaika. Anagrama. Enero de 2013
Carrère nos trajo, a principios de este 2013, la biografía de Eduard Limónov, una suerte de beatnik soviético que ha sido, sucesiva e incluso simultáneamente, poeta, maleante, intelectual, puto, criado, maldito, punk, canalla, nacionalista, alcohólico, mercenario y nostálgico del régimen. (Es asombroso, por cierto, cómo algunas de estas categorías no solo no se oponen, sino que forman un entrañable machihembrado.). Viejo conocido de Carrère, Limónov se le aparece en Moscú cual si fuera un náufrago atildado del postcomunismo, un egregio antihéroe que levanta fervorosas adhesiones entre la turba de desencantados que le sigue de mitin en mitin. Carrère, fascinado por el personaje, se lanza a escriturar sus peripecias, desde los días de la lúgubre ciudad de Járkov, en Ucrania, donde el joven Eduard callejea en compañía de criminales, a su tránsito por el Moscú brezneviano, su posterior exilio en Nueva York y sus glory days parisinos, donde logra una cierta notoriedad en círculos intelectuales con su novela autobiográfica El poeta ruso prefiere a los negrazos, para regresar finalmente a la Rusia de los oligarcas. «Limónov», nos previene Carrère, «no es un personaje de ficción. Es real y yo lo conozco». En Limónov, ciertamente, no hay licencias ni aliños a lo Cercas, sino un relato veraz, brutal e imposible, en el que el autor va volcando su embeleso y su perplejidad, su asombro y su grima, y que el lector deglute con un ojo en internet, constatando, a cada vuelta de hoja, que nada es mentira.
4. Generación paréntesis, de Joana Bonet. Planeta. Abril de 2013
«Somos», dice Joana Bonet en el arranque, «los que desafiamos los dos rombos en el UHF y sustituimos las erráticas Olivetti por el primer megaordenador; hijos de un tiempo en el que la familia numerosa parecía un ideal de vida y una estampa feliz […] eternos adolescentes que nos casamos con un trabajo, retrasamos la hora de ser padres y pensamos que estar sobradamente preparados nos garantizaría una vida a plazo fijo». El paréntesis evoca lo excepcional, lo que tiene de anómalo haber vivido mejor que los hijos cuando hasta hoy el bienestar siempre había sido lineal e irrevocable. Con todo, Generación paréntesis es, antes que un manifiesto al uso o la enésima regañina a cuenta de la crisis (esos despreciables y por lo demás falaces «yo ya lo dije»), un sagaz discernimiento del estilo del mundo. Como en un hipnótico solo de jazz que por momentos se tornara en enérgico rap, la autora pasa revista a asuntos tan fieramente humanos como la «economitis», la obsesión por gustar, el auge de lo unipersonal o la sobrecarga informativa; todo ello apuntalado con una erudición tan pertinente como sexy. Se trata, ya digo, de una «lectura» más que de una «escritura», de un informe «customizado» en que la intimidad se abre camino entre la reflexión más o menos meditabunda, y al que habremos de regresar en adelante para recordar cómo éramos y, sobre todo, qué queríamos ser.
5. El manicomio catalán, de Ramón de España. La Esfera de los Libros. Mayo de 2013
Uno de los presentadores de cabecera de TV3, Jaume Barberà, invitó a su programa a un individuo que, con toda seriedad, planteó la conveniencia de una alianza militar catalano-china con la que amilanar a España, lo que no impidió que, semanas después, Barberà llamara «pirómano» al ministro José Ignacio Wert. El abogado y ex parlamentario nacionalista Miquel Roca asumió la defensa de la infanta Cristina en el «caso Noos» sin que para ello fuera un obstáculo que Convergència, el partido al que todavía pertenece, clame por la opresión de Cataluña a manos de la Corona española. También es española, por cierto, la constructora Ferrovial, que se sirvió del Palau de la Música para untar a Convergència y, a cambio, lograr contratas. Apenas dos síntomas del desvarío semántico en que se halla sumida Cataluña, que el próximo 11 de septiembre quedará reducida a una cadena humana, y van ya unas cuantas reducciones. En El manicomio catalán, Ramón de España se pone la bata de alienista para trazar un diagnóstico descacharrante pródigo en anécdotas que, precisamente por su carácter ínfimo (¡cuánta gracia tiene Ramón para lo trivial!), dan noticia de la gravedad de algunos de los más insignes enfermos.
Jot Down, 29 de julio de 2013
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