viernes, 15 de marzo de 2013

Salvar lo nuestro

He estado buscando las fechas de los estrenos de Almodóvar, por si el fogonazo de felicidad de los días previos era en verdad un sarpullido primaveral. Y no; la mayoría de sus películas (salvo Todo sobre mi madre, que se estrenó un 16 de abril) se estrenaron a principios de otoño o finales de invierno. Aunque en el caso de Almodóvar, estreno es un concepto muy laxo.

Todo empezaba con un breve, una nota minúscula en el periódico que anunciaba que Almodóvar ya trabajaba en el guión de su próxima película, que todavía no tenía decidido el título pero sí el reparto, y que sería un melodrama amargo, o una comedia desternillante, lo que él quisiera, sería. Algo después de ese despacho, llegaba la elección de los actores principales y, sobre todo, de las actrices principales. El panorama quedaba así expedito para el inicio del rodaje, que el telediario ofrecía en su epílogo como maná caído del cielo. “Hoy ha empezado a rodarse en Madrid la próxima [pausa] y esperadísima [sonrisa, caída de ojos y cabeceo], película del célebre-director-manchego”. Ya faltaba menos, ay, para que apareciera en El País la gran entrevista promocional, en la que Almódovar se mostraría, una vez más, exhausto, como si la película, más que terminarse, se hubiera ido de su lado, esas cosas decía.

Lo mejor de ese trajín, a mi juicio, era el día en que aparecía el cartel, por lo común un garabato inmodesto, birrioso y deslumbrante, que siempre me llevaba a imaginar cómo quedaría colgado en mi habitación. Solo luego llegaba la película, que en realidad siempre fue lo menos importante de todo, un amable colofón para el trajín de reportajes, teasers y trailers al que habíamos “asistido” durante meses. Esto lo ha visto bien Boyero, pero lo ha dicho de una forma tan desaforada, tan emponzoñada, que ha acabado por convertirse en una especie de Salieri, en el archienemigo que precisa todo gran creador; en otro miembro, en suma, de la troupe Almodóvar.

Ya en la cola del cine, o sentados en la sala, la mayoría de los espectadores nos entregábamos sin condiciones a aquellas vidas, a aquella historia, a aquellas canciones, y con ser esa entrega enternecedora, más lo era el fingido reparo de algunas damas que, temiendo ceder a algo más que al mal gusto, canturreaban: “Pues no sé yo si esta de Almodóvar me va a gustar”, y que, obviamente, era una forma de afirmar que sí, que ya, que toda. Al salir del cine, bastaba un pestañeo para que alguien dijera: “Qué kitsch, el decorado”. Y es que Almódovar tuvo la habilidad de proporcionarnos, a la vez que sus películas, las palabras que habríamos de emplear para enjuiciarlas. Suyo, en cierto modo, ha sido el marco mental en el que hemos ido acomodando cada una de sus creaciones, para las que no solo andábamos faltos del lenguaje adecuado, sino también, ay, de la moral adecuada, de suerte que cuando algo nos parecía sinceramente ridículo, pedestre o grotesco, en lugar de avergonzarnos de la película nos avergonzábamos de nosotros mismos. Por ser tan poco excéntricos, tan poco petardos, tan poco… almodovarianos. Ni siquiera fue una cuestión de mariconería, pues para sentirse cómodo ante la propuesta de Almodóvar nunca se era lo suficientemente maricón ni lo suficientemente drogadicto ni lo suficientemente nada.

Almódovar, que es un genio, siempre nos fue cambiando el paso como quien recorta becerros a porta gayola, y así, cuando empezamos a entender de urbanidades, cuando ya hubimos incorporado a nuestro léxico el mambo-taxi, le dio por irse al campo a hacer puñetas; cuando creímos haber descifrado a sus mujeres, la emprendió con los hombres, y cuando estábamos a punto de resabiarnos en los tics de sus comedias, empezó a hacer melodramas. El caso, ya digo, era que el público viviera en estado perpetuo de fascinación. En parte, porque sus películas empezaban mucho antes de empezar, pero también porque acababan mucho después de acabar. Apagado el burbujeo del estreno, llegaban los premios y las condecoraciones: los Cesar, los Goya, los Oscar… en los que la troupe proyectaba, invariablemente, el candor irreverente de los recién llegados o de los llegados por casualidad, tan en el extrarradio de lo académico, de lo profesional. Hace más de 30 años que Pedro empezó en esto, pero da igual: cuando llega el festival de Cannes todavía parece que él y su séquito se hayan colado en la gala; como si el mismo maletilla llevara haciendo de espontáneo en Las Ventas desde los tiempos de Tierno Galván. No hay público al que deje indiferente ese fulgor. Tampoco podría explicarse el éxito de ese reality de Alaska y Vaquerizo, por ejemplo, sin esa sensación de estar ante dos vidas que, sin ser la de Almodóvar (de quien en el fondo no sabemos casi nada), podrían serlo.

Pero también el decorado, el vestuario y, sobre todo, las canciones de sus películas, siguen meciendo al público más allá del film, hasta incrustarse, a menudo de una forma incluso molesta, por asfixiante, en la cultura popular. Almodóvar ha tenido bastante que ver en que los bares de maricas, que hasta mediados de los 80 eran lugares más bien sórdidos (la versión anal del serrín y las cabezas de gamba), empezaran a parecerse a sus películas, lo que, además de una mejora general del paisaje, propició que los heterosexuales disfrutáramos de la posibilidad de ser reinas por un día, de ser “un poco” gays o serlo al menos durante un rato, el rato que durase Resistiré, o Espérame en el cielo o Salí porque salí. Sin Almodóvar, en fin, no podría entenderse que tantísimos españoles fueran por ahí diciendo eso de “Yo, que tengo amigos gays…” Si la modernidad es un horizonte moral, Almodóvar nos ha enseñado a mirar ese horizonte sin gafas de soldador; o lo que es lo mismo: ha traído consigo una forma de ser español que a mí me parece muy bien, y que consiste en serlo algo menos para poder ser más cosas, además de español.

Ay, Los amantes pasajeros. Una catástrofe, sí; esta vez Boyero tiene razón, aunque claro, después de escribir la misma crítica durante tantos años, alguna vez tenía que acertar. El problema no es que la película esté protagonizada por tres locas, sino que el semen te acaba salpicando (lo que sigue sin suceder, por cierto, con la lluvia dorada de Alaska en Pepi, Luci y Bom…). Ozores, dice Boyero. No. El problema es Torrente. Me detengo aquí. Es probable que el personaje de Cecilia Roth sea un despropósito crepuscular, pero yo en su Norma no veo a Cecilia Roth, sino un postrero hervor de la Julieta Serrano de Mujeres. El teléfono móvil (un Samsung, en el cine de Almodóvar no hay marcas blancas, un detalle que siempre le agradeceré), el móvil, decía, que cae del viaducto de Segovia (¡qué extrañísima ciudad es Madrid!) empezó a caer en 1988 desde el ático con gallinas de Carmen Maura, aunque entonces no era un móvil, sino un contestador automático, porque el cine de Almódovar ha sido siempre un azar llovido del cielo; y la virginidad de Lola Dueñas se parece bastante a la de Rossy de Palma solo que pasada por el filtro de lo afectuoso; tanto como esa mescalina en el agua de Valencia se parece al gazpacho con somníferos, también de Mujeres, cuya comicidad, ya se veía entonces, eran pura masa madre. Y no solo Mujeres; Norma es también el nombre de la niña suicida de La piel que habito, y el polvo de Miguel Ángel Silvestre con su novia dormida nos trae el eco de la violación de Kika, o de la violación de la misma Vera de La piel; un abuso, en definitiva, porque el placer está hecho de abusos execrables y también eso está en el haber de Almodóvar.

Como ven, estoy seriamente incapacitado para afear una película que es una antología de algo incógnito y familiarísimo. En realidad, ni siquiera las regiones más inmundas de esos amantes pueden compararse a los destellos de esa otra película, especialísima, que se proyecta con cada almodóvar: la de la vida de uno.


Jot Down, 11 de marzo de 2013

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