He estado buscando las fechas de los estrenos de Almodóvar, por si el
fogonazo de felicidad de los días previos era en verdad un
sarpullido primaveral. Y no; la mayoría de sus películas (salvo
Todo sobre mi madre, que se estrenó un 16 de abril) se estrenaron a
principios de otoño o finales de invierno. Aunque en el caso de
Almodóvar, estreno es un concepto muy laxo.
Todo
empezaba con un breve, una nota minúscula en el periódico que
anunciaba que Almodóvar ya trabajaba en el guión de su próxima
película, que todavía no tenía decidido el título pero sí el
reparto, y que sería un melodrama amargo, o una comedia
desternillante, lo que él quisiera, sería. Algo después de ese
despacho, llegaba la elección de los actores principales y, sobre
todo, de las actrices principales. El panorama quedaba así expedito
para el inicio del rodaje, que el telediario ofrecía en su epílogo
como maná caído del cielo. “Hoy ha empezado a rodarse en Madrid
la próxima [pausa] y esperadísima [sonrisa, caída de ojos y
cabeceo], película del célebre-director-manchego”. Ya faltaba
menos, ay, para que apareciera en El País la gran entrevista
promocional, en la que Almódovar se mostraría, una vez más,
exhausto, como si la película, más que terminarse, se hubiera ido
de su lado, esas cosas decía.
Lo
mejor de ese trajín, a mi juicio, era el día en que aparecía el
cartel, por lo común un garabato inmodesto, birrioso y deslumbrante,
que siempre me llevaba a imaginar cómo quedaría colgado en mi
habitación. Solo luego llegaba la película, que en realidad siempre
fue lo menos importante de todo, un amable colofón para el trajín
de reportajes, teasers y trailers al que habíamos “asistido”
durante meses. Esto lo ha visto bien Boyero, pero lo ha dicho de una
forma tan desaforada, tan emponzoñada, que ha acabado por
convertirse en una especie de Salieri, en el archienemigo que precisa
todo gran creador; en otro miembro, en suma, de la troupe Almodóvar.
Ya
en la cola del cine, o sentados en la sala, la mayoría de los
espectadores nos entregábamos sin condiciones a aquellas vidas, a
aquella historia, a aquellas canciones, y con ser esa entrega
enternecedora, más lo era el fingido reparo de algunas damas que,
temiendo ceder a algo más que al mal gusto, canturreaban: “Pues no
sé yo si esta de Almodóvar me va a gustar”, y que, obviamente,
era una forma de afirmar que sí, que ya, que toda. Al salir del
cine, bastaba un pestañeo para que alguien dijera: “Qué kitsch,
el decorado”. Y es que Almódovar tuvo la habilidad de
proporcionarnos, a la vez que sus películas, las palabras que
habríamos de emplear para enjuiciarlas. Suyo, en cierto modo, ha
sido el marco mental en el que hemos ido acomodando cada una de sus
creaciones, para las que no solo andábamos faltos del lenguaje
adecuado, sino también, ay, de la moral adecuada, de suerte que
cuando algo nos parecía sinceramente ridículo, pedestre o grotesco,
en lugar de avergonzarnos de la película nos avergonzábamos de
nosotros mismos. Por ser tan poco excéntricos, tan poco petardos,
tan poco… almodovarianos. Ni siquiera fue una cuestión de
mariconería, pues para sentirse cómodo ante la propuesta de
Almodóvar nunca se era lo suficientemente maricón ni lo
suficientemente drogadicto ni lo suficientemente nada.
Almódovar,
que es un genio, siempre nos fue cambiando el paso como quien recorta
becerros a porta gayola, y así, cuando empezamos a entender de
urbanidades, cuando ya hubimos incorporado a nuestro léxico el
mambo-taxi, le dio por irse al campo a hacer puñetas; cuando creímos
haber descifrado a sus mujeres, la emprendió con los hombres, y
cuando estábamos a punto de resabiarnos en los tics de sus comedias,
empezó a hacer melodramas. El caso, ya digo, era que el público
viviera en estado perpetuo de fascinación. En parte, porque sus
películas empezaban mucho antes de empezar, pero también porque
acababan mucho después de acabar. Apagado el burbujeo del estreno,
llegaban los premios y las condecoraciones: los Cesar, los Goya, los
Oscar… en los que la troupe proyectaba, invariablemente, el candor
irreverente de los recién llegados o de los llegados por casualidad,
tan en el extrarradio de lo académico, de lo profesional. Hace más
de 30 años que Pedro empezó en esto, pero da igual: cuando llega el
festival de Cannes todavía parece que él y su séquito se hayan
colado en la gala; como si el mismo maletilla llevara haciendo de
espontáneo en Las Ventas desde los tiempos de Tierno Galván. No hay
público al que deje indiferente ese fulgor. Tampoco podría
explicarse el éxito de ese reality de Alaska y Vaquerizo, por
ejemplo, sin esa sensación de estar ante dos vidas que, sin ser la
de Almodóvar (de quien en el fondo no sabemos casi nada), podrían
serlo.
Pero
también el decorado, el vestuario y, sobre todo, las canciones de
sus películas, siguen meciendo al público más allá del film,
hasta incrustarse, a menudo de una forma incluso molesta, por
asfixiante, en la cultura popular. Almodóvar ha tenido bastante que
ver en que los bares de maricas, que hasta mediados de los 80 eran
lugares más bien sórdidos (la versión anal del serrín y las
cabezas de gamba), empezaran a parecerse a sus películas, lo que,
además de una mejora general del paisaje, propició que los
heterosexuales disfrutáramos de la posibilidad de ser reinas por un
día, de ser “un poco” gays o serlo al menos durante un rato, el
rato que durase Resistiré, o Espérame en el cielo o Salí porque
salí. Sin Almodóvar, en fin, no podría entenderse que tantísimos
españoles fueran por ahí diciendo eso de “Yo, que tengo amigos
gays…” Si la modernidad es un horizonte moral, Almodóvar nos ha
enseñado a mirar ese horizonte sin gafas de soldador; o lo que es lo
mismo: ha traído consigo una forma de ser español que a mí me
parece muy bien, y que consiste en serlo algo menos para poder ser
más cosas, además de español.
Ay,
Los amantes pasajeros. Una catástrofe, sí; esta vez Boyero tiene
razón, aunque claro, después de escribir la misma crítica durante
tantos años, alguna vez tenía que acertar. El problema no es que la
película esté protagonizada por tres locas, sino que el semen te
acaba salpicando (lo que sigue sin suceder, por cierto, con la lluvia
dorada de Alaska en Pepi, Luci y Bom…). Ozores, dice Boyero. No. El
problema es Torrente. Me detengo aquí. Es probable que el personaje
de Cecilia Roth sea un despropósito crepuscular, pero yo en su Norma
no veo a Cecilia Roth, sino un postrero hervor de la Julieta Serrano
de Mujeres. El teléfono móvil (un Samsung, en el cine de Almodóvar
no hay marcas blancas, un detalle que siempre le agradeceré), el
móvil, decía, que cae del viaducto de Segovia (¡qué extrañísima
ciudad es Madrid!) empezó a caer en 1988 desde el ático con
gallinas de Carmen Maura, aunque entonces no era un móvil, sino un
contestador automático, porque el cine de Almódovar ha sido siempre
un azar llovido del cielo; y la virginidad de Lola Dueñas se parece
bastante a la de Rossy de Palma solo que pasada por el filtro de lo
afectuoso; tanto como esa mescalina en el agua de Valencia se parece
al gazpacho con somníferos, también de Mujeres, cuya comicidad, ya
se veía entonces, eran pura masa madre. Y no solo Mujeres; Norma es
también el nombre de la niña suicida de La piel que habito, y el
polvo de Miguel Ángel Silvestre con su novia dormida nos trae el eco
de la violación de Kika, o de la violación de la misma Vera de La
piel; un abuso, en definitiva, porque el placer está hecho de abusos
execrables y también eso está en el haber de Almodóvar.
Como
ven, estoy seriamente incapacitado para afear una película que es
una antología de algo incógnito y familiarísimo. En realidad, ni
siquiera las regiones más inmundas de esos amantes pueden compararse
a los destellos de esa otra película, especialísima, que se
proyecta con cada almodóvar: la de la vida de uno.
Jot Down, 11 de marzo de 2013
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