Hablaba el articulista José Antonio Montano sobre lo mucho que se escribe y
lo poco que se lee, y ponía el ejemplo de los comentaristas que se
lanzan a opinar sobre un artículo sin haber terminado de leerlo. Les
delata, decía Montano, “algún detalle (por ejemplo, la
recomendación de algo que ya estaba en el artículo)”. Hay, no
obstante, una osadía mayor que la de esos comentaristas, y es la de
algunos autores.
En ocasiones, y cuando parece que un asunto no admite más puntos de
vista, vemos cómo alguien pretende una postrera vuelta de tuerca, la
definitiva. En tales casos, uno espera al menos que el autor ilumine
un aspecto desconocido del tema o aporte un matiz insospechado; lo
que esperaría, en fin, de cualquiera que pretendiera clausurar una
conversación diciendo la última palabra. Sin embargo, no es extraño
que esa clase de aldabonazo recoja lo que ya han dicho otros, pero no
porque el autor haya plagiado un artículo anterior al suyo, sino por
puro desconocimiento. Mi amigo Xavier Pericay me decía una noche,
dando un paseo por el centro, que le parecía increíble cómo
individuos que se dicen expertos en la obra de Josep Pla, siguen
escribiendo sobre dicho autor sin haber leído Aly Herscovitz.Cenizas en la vida europea de Josep Pla, el ebook que escribió junto
con Verónica Puertollano, Arcadi Espada, Sergio Campos, Eugenia
Codina y Marcel Gascón, y que supone un estremecimiento en la
biografía del corresponsal del Ampurdán.
Hay veces en que la omisión es eso, una abstención deliberada a hacer
constar en el texto el nombre de un colega al que se desprecia. Pero
lo corriente, ya digo, es que el autor no haya leído leído nada
sobre el tema (por incuria, desprecio o sectarismo), y escriba como
si la vida emergiera a su paso. Ojo, ya no me refiero al hecho de que
un columnista de El Mundo sepa lo que se ha publicado en El Periódico
(lo que, por otra parte, sería su obligación); no, de lo que hablo
es de que el columnista de El Mundo sepa lo que se ha publicado en El
Mundo. Todavía recuerdo el artículo en que la columnista de El País Almudena Grandes convertía en millonarios a los 6.700 millones de
habitantes del planeta a partir de una falacia… sobre la que RosaMontero, asimismo columnista de dicho diario, había prevenido allector un mes antes (al parecer, el bulo corría por internet).
Pues bien, a diario se producen decenas de casos como el de Grandes,
quien, al cabo, puede permitirse la arrogancia de no leer a Montero y
aun refocilarse en ello. Lo que no parece muy prudente es que tanto
jornalero exasperado escriba en el vacío, sin ventanas ni pasadizos
que conecten el texto con el relato general. La consecuencia,
obviamente, es la práctica desaparición de ese relato, y la
tendencia cada vez más acusada a que los periódicos, en lugar de la
conversación infinita en que habían de convertirse gracias a
internet, acaben siendo troncos milenarios donde unos y otros
acudimos a frotarnos la espalda y dejar la meadita, sin que nos
importe demasiado si nuestra deposición ha de integrarse en un
discurso editorial, que, por lo demás, suele ser inexistente. La
metáfora que utilizamos para designarnos, sin embargo, es algo más
ampulosa que la del plantígrado: francotiradores, nos llamamos; hay
50 en cada periódico.
A rebufo de esta barahúnda, las relaciones de vecindad entre
articulistas (célebre y fecunda fue la de Arturo Pérez-Reverte yJavier Marías en El Semanal) se han ido extinguiendo y, en su lugar,
se ha instituido un código de hidalgos chalados por el que leer al
vecino es poco menos que muestra de flaqueza. ¿Leer a ése? ¡¿Yo,
a ése?! ¡Quia!
No me cansaré de insistir en que lo que distingue a los buenos
articulistas no es lo bien que escriben, sino lo bien que leen; ni
siquiera ‘lo mucho’: ‘lo bien’. ¿Que conlleva un esfuerzo?
Naturalmente. Por eso el periodista Arcadi Espada cita a menudo artículos que 'ha tenido que leer', o de la penosa obligación
de ocuparse, una vez cada diez años, de algo que ha escrito elnovelista Javier Cercas. Pero no queda otra.
En el colegio, cuando a un alumno accidentado le enyesaban un brazo o
una pierna, era costumbre escribirle en la escayola una frase
ocurrente o un simple deseo de restablecimiento. Por lo común, nadie
escribía una sola letra sin haber leído antes lo que habían
escrito otros. A ello empujaba, supongo, un cierto instinto
narrativo, una inclinación natural a la ligazón, o acaso la
familiaridad con esas dos cláusulas que ahormaban el tiempo:
‘resumen de lo publicado’ y ‘to be continued’. Y quien dice
escayola, dice postal de cumpleaños: antes de escribir nuestra
dedicatoria, leemos las que hay escritas, y que nos obligarán,
probablemente, a avivar el seso.
Vuelvo a Montano. Porque eso, avivar el seso, es lo que hizo Montano cuando,
en el empeño de escribir sobre Eugenio Trías, leyó, uno a uno, los
artículos que se habían publicado sobre el filósofo en los días
que siguieron a su muerte. Lo sé porque el mismo Montano lo fue
voceando en Twitter, que así, y por una vez, servía para mostrar
desde el minuto 0 las tripas de una composición periodística. Por
prurito de admirador, no quiso hablar a humo de pajas ni revolotear
en torno a ideas ya amortizadas en cualquier periódico de ayer.
Ignoro si su artículo es el mejor, pero sí tengo la certeza de que
es el más luminoso. Leánlo, ya verán. Y, si quieren redondear la
experiencia, relean antes los twits en que Montano fue escriturando
sus aviesas intenciones. Será, no lo duden, como cenar en El Bulli.
Concretamente, en la cocina.
Unfollow, 10 de marzo de 2013
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