Ya
no queda ninguna de las cuarenta y siete banderas que conté a
mediados de septiembre, cuando el espumarajo de la Diada corroía
Barcelona, convertida de la noche a la mañana en un villorrio del
Solsonés. Lejos, muy lejos quedaba el orgullo cívico que exhibieron
los barceloneses con motivo de los Juegos, aquella dicha capitalina
que devino en leitmotiv del relato urdido por Maragall, y en el que
Pujol representaba el papel de aguafiestas, el más verista de
cuantos ha representado.
De
buen principio, tuve la impresión de que los abanderados de mi patio
trasero trataban de evitar, hasta lo humanamente razonable, que el
resto de los vecinos les vieran manipular el trapo. Se entiende. Hay
pocas cosas más grotescas que un hombre hecho y derecho dudando,
hum, de si la estrella va donde debe. De vez en cuando, alguno de los
balcones estrellados amanecía desnudo para, al cabo de unas horas,
lucir de nuevo la bandera. Las lavan, pensé. Me vino entonces a la
cabeza lo que decía Curro Romero de los aficionados que tenían por
costumbre lanzarle papel higiénico. “Comprar el papel, llevarlo a
la plaza, sentarse a esperar el fiasco… ¡cuánto esfuerzo, señor,
cuánto esfuerzo!”.
Hubo
escenas en que parecía aletear un documental de Guerín, como la que
solía protagonizar la anciana que, al recoger la ropa tendida,
también recogía la bandera, o aquellos resopons al fresco de
finales de verano: familias trasegando vino en cubículos
cuatribarrados, remedando, ay, una parodia crudelísima de El tiempo
y los Conway.
Con
los primeros fríos, una bandera cayó al tejado de uno de los
locales que penetran en la manzana. En los días sucesivos, la
humedad ambiental y los orines de gato fueron degradando la tela, que
a las tres semanas era ya un guiñapo macilento. En ese momento, y en
virtud del adagio tusquetsiano de que todo es comparable, reparé en
la rabiosa marcialidad de las banderas que seguían colgadas, un
efecto al que, sin duda, contribuía el hecho de que fueran
idénticas: las mismas dimensiones, el mismo tejido, el mismo rojo
anaranjado. Un buzoneo de estelades a cargo de Omnium, me dije, o una
cortesía dominical de la prensa solsonesa. Tratándose de Cataluña,
nada era descartable. La explicación, no obstante, era menos
prosaica: el súpermercado chino Euro Consumo las vendía a tres
euros y aún hoy lo sigue haciendo.
En
este barrio no ha lugar a preguntarse retóricamente qué sucedería
si las banderas fueran españolas. Hace más de 30 años que el
abogado Esteban Gómez Rovira exhibe, con motivo del 12 de octubre,
una estanquera en su balcón de la calle Rocafort. A mediados de los
80, uno de los entretenimientos favoritos de los militantes de la
Crida consitía en manifestarse a las puertas de su casa. "Unapequeña 'caza del hombre'", lo llamó Joan Barril en El País.
Bien, no siempre fue pequeña. Les jodía la bandera, claro, pero no
sólo. Gómez Rovira asistió como letrado a los maestros a los que
la Generalitat había negado la plaza en propiedad por no saber
catalán. O sea que, en parte (sólo en parte), sabemos lo que sucede
cuando la bandera, en lugar de catalana, es española.
No,
no creo que mis independentistas y Gómez Rovira sean iguales. Sobre
todo, porque los primeros han colgado las banderas en un patio
interior, para deleite de sí mismos. Gómez Rovira, créanme, nunca
llegó tan lejos.
JotDown, 12 de febrero de 2013
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