domingo, 11 de mayo de 2025

Ampliación del campo de batalla

En la España de los ochenta, la pertenencia a la izquierda radical comportaba la adquisición de un pack ideológico por el que la abolición (o reforma) del capitalismo a manos del proletariado se entreveraba con la defensa de los derechos de los homosexuales, las primeras expresiones del feminismo de tercera ola, la adhesión a cualquier clase de independentismo que minara España, la solidaridad con regímenes como el castrista o el sandinista, el antiamericanismo, el apoyo a la causa palestina… El número de frentes resultaba más o menos desquiciado en función del octanaje de las siglas, pero si fa no fa la oferta apenas presentaba fisuras, al menos en las cuestiones, digamos, troncales.

Por su parte, la derecha de la época, y me limito exclusivamente a la Alianza Popular de Manuel Fraga, fue contraria a la legalización del divorcio por considerarlo una amenaza para la pervivencia de la familia tradicional, se opuso a la primera ley de despenalización del aborto, aprobada en 1985 por el Gobierno de Felipe González, y que se regía por los supuestos de violación, malformación fetal o grave riesgo de salud física o psíquica para la madre. Sabido es, asimismo, que se mostró recelosa, cuando no abiertamente hostil, a la cooficialidad lingüística, refractaria a la secularización de la enseñanza y, ya en 2005, votó en el Congreso contra el matrimonio homosexual.

Más de cuarenta años después, la izquierda radical sigue abanderando o justificando las mismas causas, con la nauseabunda salvedad de que el principal partido del Gobierno se ha alineado con ellas, ampliando el catálogo en nombre de la moderación. Así, a los hits de sobra conocidos:

–La izquierda actúa movida por férreas convicciones, mientras que la derecha lo hace por intereses espurios.

–En España urge una derecha civilizada. [Donde ‘civilizada’ significa, en puridad, domesticada, y emerge, aquí, la figura del antípodo de afanes redentores: «Conozco gente que os votaría, pero claro, con personajes como Cayetana se hace muy difícil»].

–Los nacionalismos catalán, vasco, gallego e incluso andaluz son la evidencia acrisolada de que España es un Estado multinacional, en el que la diversidad es sinónimo de riqueza inmaterial. En cambio, la adhesión a la España constitucional en esas mismas comunidades es un acto de provocación innecesario, una forma extravagante de buscarse problemas.

–Al mar con los israelíes.

-El apocalipsis climático, cada vez más inminente, tiene su origen en la codicia neoliberal, y sopesar la conveniencia de que las renovables cuenten con fuentes de respaldo fiables, la prueba irrefutable de que existe un fascismo energético ante el que debemos entonar, con brío renovado, «¡No pasarán!».

–La justicia, si no es social, es de derechas.

El catecismo, decía, ha sido corregido y aumentado desde que Sánchez tomó las instituciones:

–Oponerse a la normalización de Bildu es propio de cerriles nostálgicos; en cambio, santiguarse diariamente con tres condenas al franquismo es un digno ejemplo de memoria histórica.

–El género es una construcción cultural.

–Nuestra agenda del reencuentro incluye a terroristas, a golpistas y, en general, a todo aquel que acredite un cierto grado de hispanofobia, pero no a la fachosfera, por mucho que la compongan más de 11 millones de españoles.

–Los caseros son rentistas sin escrúpulos.

–«No sé por qué dan tanto miedo nuestras tetas» es una sutil conjetura heteropatriarcal.

–Abogamos por la prohibición de los pisos turísticos porque expulsan a los residentes tradicionales de sus barrios, alteran la fisonomía del tejido social e incrementan el precio de los alquileres. [Lo cual no quita que seamos usuarios de pisos turísticos porque es el modo más auténtico de mezclarte con el paisanaje, de ‘vivir’ el tipo de experiencia inmersiva que los hoteles, tan fríos, no permiten.]

–Estamos en guerra perpetua contra el progreso, y en el cometido de alistar a la ciudadanía nada resulta tan eficaz como la semántica belicista: refugios climáticos, espacios seguros, pacificación del tráfico…

–Las enfermedades mentales no existen, son una consecuencia del malestar que provoca el sistema, y los tratamientos farmacológicos son una forma de contener e incluso oprimir a quienes las sufren. [En este caso, no obstante, estaríamos ante un revival de la antipsiquiatría.]

De los preceptos, ciertamente elementales, por que se conducía la Alianza Popular de principios de los ochenta, no queda uno solo en pie. Lo que a ojos de la izquierda la convierte en incivilizada es, de hecho, su mera existencia.

The Objective, 11 de mayo de 2025

domingo, 20 de abril de 2025

¡Alto, Guardia Civil!- gritó la cabo Valdés

En el frontispicio de Borroka, me desconcertó que Alfonso J. Ussía puntualizara que el término en cuestión significa ‘lucha’ en “Norteña”, que invocara una suerte de territorio de resonancias legendarias, a contracorriente del crudo realismo que rebosa su novela, un vibrante homenaje a los guardias civiles que pusieron sus cuerpos (literalmente, no al modo en que corea la izquierda) contra ETA, sin desmerecer el valor de quienes prestaban servicio en Inchaurrondo, un énfasis que, dado el estigma que pesa sobre el cuartel, raya en lo contracultural. No bien mediada la lectura, presumí que tal vez ese Norteña fuera una sutil advertencia para alérgicos a los aliños literarios. O tal vez no. En mi juventud, por diversas circunstancias, conocí a varios policías nacionales que habían estado destinados en el País Vasco y sufrían el llamado ‘síndrome del Norte’. Muchos de ellos rehuían hablar de Irún, Pamplona o San Sebastián; se referían, secamente, al Norte, una coordenada cuyo subtexto, tanto más estremecedor a fuer de eufemístico, englobaba de manera eficacísima la miseria moral en la que habían estado inmersos por 120.000 pesetas al mes. A qué conceder a Fuenterrabía, Mundaca o Lequeitio el privilegio de la singularidad, si “Norte” aludía al rasgo primordial de todos los pueblos del lugar: la ausencia de libertad.

Ningún libro es estrictamente necesario ni debería-leerse-en-todas-las-escuelas. Así y todo, el de Ussía Jr. viene a llenar un vacío en la ficción española: el de la obra que traza una frontera indeleble entre los buenos y los malos. Los buenos y los malos, sí, no vaya a doblegarnos el pudor a estas alturas. A un lado, quienes se jugaron la vida en defensa del Estado de Derecho en condiciones casi tercermundistas; al otro, la banda de serial killers y las decenas de miles de malnacidos que les daban voto, cobijo y comunión, y que celebraban sus crímenes en las herrikos. Esos que, al enterarse de que había habido un atentado, lo primero que preguntaban, salivando, era: “¿Cuántos?”. Minuto de juego y resultado.

Dichosamente, la nítida divisoria que, en Borroka, distingue a los héroes de los villanos no redunda en que la escritura se deslice hacia el trazo grueso; antes bien, da cuenta de la audacia de un narrador que, sin faltar a las convenciones del género, y tras una ardua labor de documentación y no pocas entrevistas con mandos antiterroristas, toma partido por la pedagogía democrática. Y lo hace sin temor a que los morigerados de turno le acusen de maniqueísta, de que haya osado pasar por alto, oh, esa “inmensa gama de grises” que media entre la bala y el cráneo. E Impugnando, además, la actitud beatífica de nuestros mediadores de cabecera: los Medem, Cobeaga, Bollaín, Aramburu, Évole… eternos aspirantes al Princesa de Asturias del Abracito
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The Objective, 20 de abril de 2025

domingo, 30 de marzo de 2025

Una teoría del reemplazo

Sé de muchos madrileños, tal vez demasiados, que admiten sin rubor que no han pisado Barcelona, cuando hace años, ya no digamos en los míticos 70 u 80, las idas y venidas madrileñía-barcelonía eran frecuentes, y la balanza del vaivén no presentaba grandes desequilibrios en favor de unos u otros.

El hecho de que el poder (también la percepción del poder, su expresión misma) se aloje en Madrid, tal vez invite a pensar que había muchos más barceloneses que, por exigencias profesionales, frecuentaran Madrid, pero lo cierto es que Barcelona fue un polo de atracción para muchos madrileños.

No se trataba únicamente de la Pedrera o de las Ramblas, o de que las giras internacionales de las estrellas del momento acostumbraran a recalar en Barcelona en lugar de en Madrid. Para cualquier españolito de provincias (y Madrid lo era), ese ‘catálogo’ era igual de llamativo que descubrir una urbe con mayúsculas, una llanura gris perfectamente estratificada, investida de un aura de civilidad tanto más esplendorosa cuanto que jamás ha parecido impostada. ¡Y con playa! Ah, el goce que procuraba (y que aún debiera procurar) el paseo infinito por una trama callejera en la que impera la continuidad, sin más transiciones abruptas que las que la historia ha ido decantando, y cuyos checkpoints más traumáticos fueron desmantelados por el alcalde Maragall.

Madrid, pese a sus esforzados progresos, sigue siendo un burruño hostil. No en vano, uno de sus rasgos primordiales es el sinfín de emboscadas que tiende al viandante, esos atolladeros a lo Un día de furia en los que de repente se acaba el mundo (¡el terraplanismo hecho hormigón!), y que tienen como epítomes el galimatías escheriano de la confluencia de Alcalá y O’Donell, en el que la Casa Árabe emerge como un magnífico estorbo, o esa gincana para incautos que es el Paseo del Prado.

Las impresiones, lo admito, son un amaño, un sesgo de confirmación a la brava, pero dada mi condición de barcelonés, y teniendo en cuenta las muchas veces que he preguntado «¿has estado en Barcelona?», las mías rayan en lo sintomático.

Sea como sea, he consultado estadísticas y la mayoría de ellas indican que los madrileños tienen como destinos preferentes Cádiz, Santa Pola, San Sebastián, Puerto de la Cruz, Ibiza, Santander, Playa de Aro… ¿Y Barcelona? Hace unos días, la respuesta de un treintañero tuvo algo de humillación: «No, no he estado, pero a ver si convenzo a mi novia para que vayamos, porque tengo mucha curiosidad por conocerla». ¡Curiosidad! Y aunque de primeras me dije que el humillado era él, no hay que despreciar la incidencia de factores como el procés, el 1-O, Colau, las plusmarcas de robos a punta de navaja, la hispanofobia y esa imagen de detritus vocacional que tanto se ha propagado en los medios y hace arder las redes a diario. O la general idiocia. Así y todo, la indiferencia de los madrileños respecto a Barcelona es menos desagradable que la insólita contraparte que viene provocando esta descompensación. Esos miles de catalanes, no necesariamente barceloneses, que llevan instalándose en Madrid a la chita callando, y que han hecho del catalán la lengua vehicular del Retiro, en un remedo insospechado de aquella Invasión sutil del escritor mexicano Pere Calders.

The Objective, 30 de marzo de 2025

lunes, 3 de marzo de 2025

Trump en Hill Valley

Encerrona, reprimenda, regañina, desencuentro… La terminología que el periodismo ha utilizado para describir la escena del pasado viernes en el ala western se ajusta a la semántica convencional de la información política, cuando lo cierto es que el concepto que mejor define los hechos no pertenece a la esfera adulta. Se trató, en efecto, de un episodio de bullying; canónico, además: incluso hubo lugar en el encuadre para el hatajo reglamentario de secuaces que, en estos casos, acostumbra a jalear la hazaña del repetidor (literalmente, aquí, «repetidor»). Y para abrochar la similitud con el, digamos, género, uno de ellos, el tal DJ Vance, y digo bien, DJ, palmeó el hombro de Trump a la manera en que lo hacían los alumnos del Cobra Kai con Johnny Lawrence.

No obstante, y a la vista de la deriva tractoriana que fue adquiriendo el acoso, no cabe mejor antecedente cinematográfico que el del villano de Regreso al futuro, aquel Biff Tannen, tarugo oficial del pueblo ficticio de Hill Valley, que tiene atemorizados a sus convecinos y trata de escarmentar al desafiante forastero que encarna Michael J. Fox, Marty McFly. A semejanza del senador que en la sala ovoide le preguntó a Zelensky (con modales de agente de inmigración) por qué no llevaba traje, en Regreso…, uno de los pandilleros de Biff se encara con Marty, que viste un chaleco acolchado típico de su presente, y exclama: «¡Mira, Biff, el salvavidas que lleva este individuo, el muy tonto cree que se ahogará!».

Es conocido que en octubre de 2015, es decir, apenas dos semanas antes de las presidenciales estadounidenses, el guionista del film, Bob Gale, irrumpió en campaña para declarar que el personaje de Biff de la segunda entrega, un magnate sin escrúpulos que hace y deshace a su antojo y que ha hecho de Hill Valley poco menos que su finca de recreo, estaba inspirado en Trump. Lo que Gale ignoraba entonces es que el remedo mejor acabado de Trump es el del Regreso… original. O, si lo prefieren, el de Biff hostigando a Zelensky entre las risotadas de la turba.

La prueba de su inadvertencia es que Doc Brown, que se malicia que el viaje en el tiempo de Michael J. Fox es una fantasmagoría, le dice:

-Y bien, chico del futuro, dime, ¿quién es el presidente de los Estados Unidos en 1985?

-Ronald Reagan.

-¿Ronald Reagan? ¿El actor? ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Y el vicepresidente? ¿Jerry Lewis? Supongo que Jane Wyman es la primera dama, y que John Wayne es el secretario de Defensa.

Aquel simulacro profético, que me hizo sonreír cínicamente en mi adolescencia, sería hoy un horizonte luminoso.

The Objective, 3 de marzo de 2025

domingo, 9 de febrero de 2025

El 47, ¡la lucha sigue!

El suelo de los autobuses madrileños es una suerte de rayuela en la que están delimitados, a base de pictogramas amarillos, los asientos reservados a viejos, a embarazadas, a gordos… La señalética, tan estridente como zafia, recuerda a aquel Twister de mi infancia, o a los modernos chiquiparks que frecuentaba en Barcelona con mis hijas (¡parques de bolas, les llaman aquí, por lo que no descarto que el asesor lingüístico del Ayuntamiento sea Álex Grijelmo!).

El tramo intermedio está asignado a madres con cochecito de bebé, a mujeronas con carrito de la compra y a minusválidos en silla de ruedas, que disponen de la preceptiva rampa extensible para subir y bajar del vehículo; no dejo de maravillarme ante el bárbaro espectáculo de la civilización, por mucho que algunas de sus expresiones me lleven a pensar en una performance del Reina Sofía dedicada a los veteranos de la guerra civil. 

El reducto trasero del coche, destinado a la cohorte normativa, lo pueblan escolares purulentos, latinas incontinentes y oficinistas que ignoran que lo son.El primer día de mis ya cinco años de usuario, me llamó la atención que, además de que a cada grey de vulnerables le correspondiera una confortable celdilla, hubiera agarraderas de punta a cabo de la barra transversal. La explicación es que, por más que a la empresa no se le pueda objetar su vocación inclusiva, los buses son puramente tercermundistas, de acelerones y frenazos que tumban a cualquier joven que se haya aventurado a viajar de pie. Qué digo, tercermundistas; he viajado de Ammán a Áqaba en coche de línea (dejémoslo en coche de línea) con bastantes menos sobresaltos.

A excepción de dos chóferes de la línea que utilizo, y que, por prurito de profesionalidad, tratan de mimar al pasaje; de ese par de cooperantes humanitarios, en fin, que mitigan como buenamente pueden ese remedo de Speed que son los transportes rodados madrileños, hay que estar en guardia, lo cual significa, a no ser que seas un neotullido homologable, adquirir conciencia de cochino en un camión que circule por la A7. Y dejar de leer.

Suban a un autobús barcelonés y sabrán por qué Barcelona, con su decadencia a cuestas y a pesar de los barceloneses, sigue siendo superior en tantos aspectos a Madrid. Cada vez menos, es verdad, pero no crean que tanto: un metro en el que tienes que arrodillarte para saber a qué estación has llegado porque la cristalera del vagón queda por debajo (muy por debajo) del rótulo, no es propio de un hub de súperhubs, sino de una ciudad a la que de vez en cuando hay que bajarle los humos.

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Una y más

El 47, cine de barrio. Murcianos recién llegados a Barcelona que se desenvuelven en catalán a golpe de rústicos tartamudeos, tan representativos de esa hombría inacabada a la que se refería Pujol. ¡Cómo no emocionarse ante su firme voluntad no ya de comer caliente, sino de que Cataluña los tolere! ¡Cómo no aplaudir ese anhelo de ser, antes que ciudadanos, charnegos de ley! Y qué me dicen de Sor Vital, que más que pareja de Manolo es su comisaria de nivel B. Hasta la cara tiene. La construcción nacional era techar chabolas de la puesta al alba, y parece pertinente que el director de la película, Marcel Barrena, nos lo recuerde. Así como que agradezca que sea escritor (¡”agradezca” y “escritor,” un tipo que nació en 1981!) no a la escolarización o a su talento, sino a la trama clientelar de asociaciones que tejieron el PSUC, Convergència y el PSC: esplais, casales, ateneos… 

Ciertamente, hay pocos hijos del nacionalismo mejor acabados que Barrena, pues su servidumbre ha llegado tan lejos que, viendo la peliculita, me sobresaltó la duda de si yo, que nací en la Barceloneta en el 69, no hubiera anhelado vivir en esa apacible comuna equipada con cine de verano, quiosco al fresco, delincuencia bajo mínimos, solidaridad a espuertas y profesores particulares… Cómo abjurar, en fin, de la fantasía bastarda que soñó Colau, que es, en el fondo, lo que este aprendiz de Rufián pretende fabular retrospectivamente, atreviéndose incluso a rellenar los huecos con Gegants del Pi, que ara ballen, ara ballen. Tal que los relojes que lucían los vaqueros de Almería, pero con catalana premeditación.

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Otra y más

Marcel Barrena, director de El 47: “Torre Baró ha mejorado mucho, pero siguen como en otra época. No les llega Telepizza ni Amazon, están en la colina, siguen detrás de la montaña. La lucha sigue.”

Carolina Yuste, protagonista de La infiltrada: "Como sociedad, hay algo que no nos podemos permitir; usar el dolor, la herida, de toda una sociedad y de las víctimas, como armas arrojadizas y para sacar rédito en ciertos lugares".

The Objective, 9 de febrero de 2025

Fe de errores: El autor que se declaró "orgullosamente charnego" y celebró su triunfo como guionista de Casa en llamas cual si fuera un éxito colectivo, atribuible a "l'escola pública, els esplais, els casals i les places públiques", no fue Marcel Barrera (1981), sino Eduard Sola (1989).

domingo, 19 de enero de 2025

Lynch en el Casablanca

«Recomendamos puntualidad para no perderse el corto Coffee and Cigarrettes». Tal era la leyenda, a mitad de camino entre la cordial ordenanza y la instructiva monserga, que acompañaba en enero de 1988, en la cartelera de La Vanguardia, la programación del Casablanca. Los fajines no eran privativos de las salas de versión original; el denuedo prescriptor, vagamente editorializante, que impregnaba las secciones de cultura de los periódicos, lo mismo ceñía espesuras del tipo Dublineses, en el Capsa («Por respeto a esta obra maestra, no se permitirá la entrada en la sala una vez iniciada la proyección»), que fritangazos a lo Perseguido, en el Pelayo («Nadie lo ha conseguido, pero Schwarzenegger tenía que intentarlo»). 

Aquel invierno, frente a los Jardinets, la melancolía tragicómica de Down by Law y Coffee…, de Jim Jarmusch, compartía cartel con la ópera prima de Spike Lee, Nola Darling, en la que ya palpitaba la insolencia reivindicativa de Haz lo que debas. Un año antes, esa doble madriguera de taquilleros malcarados, cinéfilos de Dirigido Por, adolescentes de tabardo y cisne-cuello-negro; aquellos dos agujeros, en fin, sala 1 y sala 2, donde la incomodidad era una suerte de gloriosa penitencia, donde en una sala se oían con embarazosa claridad los diálogos de la otra y viceversa, y el camión de la basura de Riera Sant Miquel suspendía la credulidad en ambas, habían extendido a la madrugada el horario de los fines de semana.

Blue Velvet, que se había estrenado en el Tívoli a finales del 86 sin apenas sobresaltos, copó la sesión golfa del Casa durante meses, y dos adolescentes de 14 y 17, hermanos, se decidieron, más desafiantes que expectantes, a devorar la experiencia de infringir el sueño en un lugar desacostumbrado. Fue el único lance que, en los veinte años siguientes, propició que 14 y 17 abrocharan la vuelta a casa con una conversación nerviosa y saludable.A 14 y 17 les puso cachondísimos Dorothy Vallens. A 14, hum, le descolocaron la oreja y el aspersor («Esto qué coño es»), y a 17 le fascinó que la vida pudiera detenerse para que un clown cantara In Dreams. Al poco, 17 compró la BSO, más para lucirla con sus invitados que por verdadero interés, y no tardó mucho en hacerse con los vinilos esenciales de Roy Orbison, en un diagrama en árbol, puramente bacteriológico, que ya no se detuvo.

Del Hombre Amarillo, 14 y 17 prefirieron no hablar, probablemente por vergüenza ajena, mas ni siquiera esa y otras ridiculeces fueron óbice para que 14 fardara de nuit y 17 empezara a recomendar Blue Velvet con esa vehemencia «típicamente borracha» de la que hablaba Paco Rabal en Átame. No lo hacía solo con el propósito de que su círculo hiciera acopio de buen gusto; le envanecía escucharse decir «extrañeza», «hipnótico», «patetismo», «submundo». Algo ligó. 

Hoy, en la Biblioteca Eugenio Trías, 55 se ha afanado en buscar las críticas de entonces a Blue Velvet. Y ha dado con la que escribió José Luis Guarner, en noviembre de 1986, y que le ha llevado a sonreírse de la impugnación, con efectos retroactivos, de las convicciones que forjaron el aprendizaje de 17, tan erradas. Y se ha admirado de la inspiradísima intuición de 14.

La acción transcurre en Lumberton, un lugar cualquiera del corazoncito de América, plácido, convencional, tan naif como una de las pinturas de Norman Rockwell. Pero en el cine de Lynch el mal acecha, y el insípido héroe, un jovencito que atiende por el nombre de Jeffrey, se encuentra un día con una oreja humana, que las hormigas roen con aplicación. «¿De quién será ese cartílago?», se pregunta el bueno de Jeff, que tiene una novia tan sosa como él, Sandy -interpretada por Laura Dern, que forma la pareja de actores más calamitosos reunidos en una misma película que recuerda el cronista en mucho tiempo.

En su búsqueda, quién sabe si iniciática, Jeff da con una mujer joven y misteriosa, prostituta de día y cantante de noche -Isabella Rosellini lucha, voluntariosa, con ese personaje que no le va- con aparentemente «Terciopelo azul» como única pieza de su repertorio.Y una vida desconocida de bajeza y corrupción se abre ante sus ojos, al descubrir cómo la atormenta uno de sus clientes habituales, un drogadicto feroz, sádico y maníaco -una ocasión de oro para sobreactuar que Dennis Hopper no desaprovecha.

En suma, estamos ante un cuento de hadas moderno a lo Gutiérrez Aragón -quien hubiese titulado esta película «Orejas en el jardín»- donde un príncipe ingenuo trata de rescatar a la princesa de las garras del malvado ogro. Solo que príncipe y princesa se revelan bastante viciosillos y aviesos toques de tortura, sexo y muerte adornan el cuento, en un mundo siniestro que existe, irónicamente, en la América provinciana y más feliz.

Hay muchos toques de humor negro, sin duda, que son agradecidos, pero no impiden que la película sea en exceso larga, pretenciosa y tan rellana de símbolos baratos como un pavo de trufas por Navidad. Pero Lynch la ha armado de forma bastante ladina para que pueda convertirse en otra pieza de culto. Habrá que esperar su nueva realización, Ronnie Rocket […], para disipar la duda de si el autor es el poeta surreal y mórbido que pretende ser, o un Buñuel de supermercado, un mero gestor de monstruitos de barraca de feria.

The Objective, 19 de enero de 2025