El día 19 de marzo defendió las caceroladas contra el Rey que habían convocado las extensiones neuronales de su propio partido (esa trama asociativa “por la salvaguarda de lo público” a la que nuestro primer tautólogo llama lagente) puntualizando que, si bien su opinión sobre la monarquía era de sobra conocida, él estaba allí como vicepresidente del Gobierno. Como si debiéramos agradecerle que se abstuviera de quemar la efigie de Felipe VI, cual es costumbre en Cataluña para conmemorar las derrotas, sin que importe cuál. Ahora, en otro de sus alardes de bifidismo (“hombre blanco hablar con lengua de serpiente”, cantaba su idolatrado Javier Krahe), ha declarado que como secretario general de Unidas Podemos está a favor de desmilitarizar la Guardia Civil pero como vicepresidente segundo no se puede pronunciar. Donde desmilitarizar, no vayamos a confundirnos a estas alturas, es un eufemismo de desmantelar.
A nadie extrañen esas reiteradas escisiones entre deseo y simulacro, máxime en un individuo que para justificar la ley contra el maltrato infantil invoca nada menos que al Bola, un personaje tan ficticio como las emergencias en que se funda su ideario. Ah, tipificar como delito el odio a los pobres.
Miren al trasluz. De lo que se trata en realidad es de naturalizar la inquina a “los ricos”. En ese punto, no obstante, advierto un escollo. Cuál de los dos Iglesias prohijará esa reforma, ¿el antiguo Vecino de Vallecas o el propietario del chalé de Galapagar?
The Objective, 20 de junio de 2020
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