Cuenta la leyenda que el apodo de Príncipe le vino de sus ojos claros y la gorra de marinero con que lo tocaba su madre, que en cierta ocasión le arreó un tortazo en un tranvía y una viajera, al verlo, dijo en voz alta: “El guantazo que le ha dado la chacha, no te puedes fiar de ellas”. La ‘chacha’ respondió sacándose una teta y amorrando al hijo. “Pues tiene usted un príncipe”, terció la entrometida. Como era costumbre en la época, Castellón emergió al artisteo siendo aún un principito: no tenía 15 años cuando debutó en el Calderón, en el espectáculo de Lola Flores. El Príncipe Gitano cultivó la rumba, la zambra, la bulería, la copla, y en ninguno de los géneros escatimó ese horrísono bebebebe… que es a la música lo que el abaniqueo a la lidia. Pero cómo exigirle contención al exagerado. Cuando se medía con Rafael Farina (sí, millenials, el galleo rap no lo habéis inventado vosotros), el escenario se convertía en un bar del far west con algo más de lumbre.
El pasado verano entrevisté a Lolita para un reportaje sobre el Pescadilla y mencioné al Príncipe Gitano a propósito de Dos extraños son. “No te equivoques, mi padre era mi padre; el Príncipe Gitano era otra cosa”. Dos raros que, a su manera, desafiaron el canon como lo hicieron Bambino, María Jiménez o Camarón… O como su hermana, la Terremoto, cuyo hit Achilipú se recuerda por Las Grecas. Al Príncipe le ocurrió lo mismo: el Porompompero fue antes suyo que de Escobar, y el Obí-obá fue popularizado por los Gipsy Kings, que sí se atrevieron a publicitarse como reyes sin que importara de qué.
Fue Elvis quien parodió In The Ghetto.
The Objective, 24 de abril de 2020
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