Hubo un tiempo en que Barcelona presumía hasta el empalago de moderna, cosmopolita, prodigiosa… Su virtuosismo fue tanto más arrebatador cuanto que parecía obedecer a un plan; a un diseño, por decirlo en dialecto local. Tal vez ese conato de ‘made-herself’ explique que los primeros arrebatados fueran los barceloneses, cuya arrogancia solía liberarse en forma de timbre concesivo. Mi favorito siempre fue “Madrid (también) es estupenda, ojo; una cosa no quita la otra”. El final de la escapada, del que el Fórum de las Culturas fue un anticipo, se empezó a hacer evidente con el referéndum de la Diagonal (bulevar, rambla o ninguna de las anteriores). Posteriormente, la elección de Ada Colau, un contratiempo tan idiosincrásico como el pistolerismo, el anarquismo o la rauxa modernista que embargó a la burguesía de principios del XX, certificaría que el agotamiento había roto en frivolidad. Y el procés hizo el resto. Los indicadores, no siempre míticos, en que se fundó el patriotismo barcelonés llevan años en regresión, al punto que Madrid, aquel jovial poblachón manchego, es hoy un cúmulo de magnitudes ofensivas.
El periodista José María Martí Font las ha enumerado en Madrid y Barcelona. Decadencia y auge, un aseado informe que debería mover a los narcisos a una cura de humildad. No en vano, no hay sector de actividad en que Madrid no supere o esté en vías de superar a Barcelona. Véase el transporte público. A finales de los setenta, el Metro de Madrid no excedía del centenar de kilómetros de vías y se hallaba prácticamente en quiebra; hoy es la tercera red europea en extensión, sólo superada por Londres y Moscú, y la única que cuenta con dos líneas circulares. Entretanto, los administradores de Barcelona siguen enfrascados en el debate sobre la prolongación del tranvía por el tramo central de la Diagonal, lo que, hasta cierto punto, sirve para distraer al común de la faraónica chapuza de las líneas 9 y 10 del metro, sumidas en un limbo de demoras debido a la deficiencias en la planificación. En cuanto a la contribución al PIB nacional, el sorpasso de la capital se hizo realidad en 2018, propiciado, entre otros factores, por la brusca caída de la inversión exterior en Cataluña en 2017 a raíz del 1-O. Tampoco la cultura resiste las comparaciones. Antiguo polo de atracción de escritores e intelectuales iberoamericanos, Barcelona va camino de perder el cetro de la edición en lengua castellana, cuando había llegado a copar el 70% de la producción. Asimismo, la fuga de empresas ha tenido un correlato en la incapacidad de la Generalitat para hacerse depositaria de los archivos de Carmen Balcells, Agustí Centelles o Beatriz de Moura, que han ido a parar a Salamanca y Madrid. De todo ello se ocupa Martí Font en su estimable auditoría comparada, que tiene su único borrón en la indulgencia que reserva a Colau y su equipo, pese a que el propio autor alude a su amateurismo en un párrafo esclarecedor: “Hace veinte años, el Ayuntamiento de Barcelona tenía un plan estratégico en permanente ebullición que se dedicaba a pensar la ciudad a veinte años vista. Ya no es el caso”.
The Objective, 21 de mayo de 2019
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