La Cruz de Sant Jordi fue uno de los primeros ladrillos de la llamada construcción nacional, el proyecto de ingeniería sociopolítica que Jordi Pujol puso en marcha en 1980. Se trataba de remedar la Legión de Honor francesa y otras distinciones por el estilo; de arrogarse la estatura, en fin, de un Estado en ciernes. Por emplear la fraseología del 'procés', bien podríamos decir que la Cruz de Sant Jordi fue una ‘estructura d’Estat’ avant la lettre. El criterio al que obedece la condecoración es “haber prestado servicios destacados a Cataluña en la defensa de la identidad, especialmente en el plano cívico y cultural”. Un mérito TRIBUtario, en efecto. Por lo demás, y salvo en la primera edición, celebrada en 1981, en que el Gobierno autonómico, acaso por cautela de principiante, solo impuso 19 medallas, el reparto siempre ha sido pródigo. Hasta hoy se han otorgado 1.709, un promedio de 43,8 anuales, con cosechas tan estupefacientes como la de 2006, el gran año del sobresfuerzo maragallista, con 78, y que remiten a la memorable negativa de Albert Boadella a participar en el III Encuentro de Creadores de la SGAE, un foro que, al decir del presidente de la entidad, Eduardo Bautista, había de encauzar las inquietudes y reivindicaciones de los cien mil creadores que había en España. “¿De veras hay cien mil creadores? -(se) preguntaba incrédulo nuestro bufón en su respuesta a Bautista-. Entonces, resulta obvio que nos hallamos frente a una hecatombe sin precedentes. Sólo cabe pensar la que montó el primer y auténtico creador para deducir lo que puede suceder ahora con tal cantidad de vocaciones divinas entre nosotros”. Pero si hago comparecer a Boadella es porque gracias a él supimos que la Generalitat, antes de otorgar la Creu, segundo galardón civil de Cataluña (la Medalla de Oro es de rango superior), pregunta al agraciado si estaría dispuesto a recibirla. Tal es la magnitud de la tragedia.
Bien es verdad que hasta mediados los 2000 se atisba un cierto disimulo. Entiéndanme, la ceremonia de entrega nunca ha pasado de ser la kermés oligofrénica de una sociedad que se premia compulsivamente a sí misma, pero en la nómina anterior al 'procés' y sus prolegómenos hay alguna que otra flor en el fango. Joan Vinyoli en el 82; Fernando Lázaro Carreter, Paco Candel, José Manuel Blecua y José María Valverde en el 83; Carlos Sentís y Camilo-José Cela en el 86; Pere Gimferrer, Sabino Fernández Campo y Joaquín Ruiz Giménez en el 88; Juan Grijalbo, Francesc Català-Roca y Xavier Corberó en el 92; Luis del Olmo y Peret en el 98; Robert Hugues, Ricardo Rodrigo, Roser Bofill, Enrique Badosa y Beatriz de Moura en 2006. A partir de ahí, en un frenesí que se agudiza con el cambio de década, la Cataluña sobrevenida.
El plante de Messi no sólo se proyecta con inusitada crudeza sobre todas y cada una de las veces en que el Camp Nou ha arrancado a gritar ‘independencia’. Entre los laureados del pasado jueves había una librera, una lingüista, un musicólogo, una educadora, tres políticos, un traductora y una arquitecta. Mas el único y verdadero mérito civil correspondió a un futbolista. Y no a uno cualquiera: Messi es el reverso exacto de Guardiola (y el más fiel heredero, por cierto, del legado de Cruyff, otro bartleby entre súbditos). Su ejemplar desobediencia también anuncia el fin de una época. En adelante, no sólo van a tener que preguntar a los elegidos si aceptan la Cruz de Sant Jordi, sino también por su (buena) disposición a ejercitarse como palmeros.
Voz Pópuli, 20 de mayo de 2019
No hay comentarios:
Publicar un comentario