Uno de los tópicos más insidiosos de cuantos ha generado el procés es
la afirmación de que los políticos han engañado a la gente, como si lo
reprochable, antes que el intento de golpe de Estado, fuera la
ineficacia de los golpistas. “Habéis jugado con nuestras ilusiones”,
claman los dolientes, limitando la responsabilidad de los Mas,
Puigdemont o Junqueras al hecho (¡im-per-do-na-pla!) de no haber obrado
con la solvencia que la empresa requería.
Ni que decir tiene que
tales ilusiones son legítimas, como legítima, entiéndase, es la
incontinencia del anciano. Un independentismo, ay, de buena fe. El
corolario de semejante análisis se resume en la necesidad de gestionar
la frustración colectiva, sin que sepamos, por el momento, si el Estado
va a tener que costear el psicólogo a dos millones de tarados. Siempre
Boadella.
Los partícipes de la teoría del engaño suelen
arracimarse en torno al proteico mundo de la equidistancia. Tras una
vida declinando la realidad en sesudos ensayos, hoy invocan
fantasmagorías como el honor o la seriedad para explicar lo ocurrido en
Cataluña. Cualquier evasiva es útil si sirve al propósito de salvar al
pueblo y, sobre todo, salvarse ellos. ‘También yo me lo creí’, imploran.
Lo
que creyeron se resume en que el Sí del referéndum llevaría a la
independencia y el mundo la reconocería. ‘Fue lo que nos dijeron’, se
excusan. Así la tonta en mitad de la orgia.
Mas no hay cuidado.
Ante la imposibilidad de celebrar su agudeza, la afición llorará su
humildad, entreteniendo la espera de su próximo panfleto: yo fui una
esclava del 1-O.
The Objective, 4 de octubre de 2018
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