No son presos políticos, pero la tácita conformidad con la etiqueta de “comunes” requiere un cierto disimulo o acaso un plus de cinismo. Tanto o más que el que late en el mantra de que la democracia española permite profesar el independentismo siempre que éste se atenga a la ley. Esto es, siempre que se trate de un simulacro silábico, un independentismo recreativo que, como tal, renuncie a su única aspiración verosímil: instigar una revuelta popular para que prenda el esqueje de un nuevo Estado. Lo que sucede en Cataluña no es sino la estación término a que conduce, de forma inexorable, cualquier nacionalismo que se precie, por más que su apariencia hasta la fecha, fiada al chantaje institucional, haya sido la de un movimiento no ya inofensivo, sino incluso audaz y constructivo; la escuela política, en fin, en la que debían mirarse los gobernantes españoles para burlar su naturaleza cerril.
Bien, ha llegado el momento de poner las cartas boca arriba. De declararlos ilegales, en suma. Pero no únicamente a la CUP o a Arran, para quienes el remoquete de forajidos sería una suerte de halago, un (tardío) reconocimiento a su empeño. Ningún partido que tenga entre sus objetivos la independencia puede tener cabida en la vida política española; ninguno, bien entendido que la consecución de dicho objetivo pasa por la destrucción del orden democrático, es decir, por la extranjerización de los ciudadanos no catalanes, con la consiguiente quiebra del principio de igualdad, la extinción de la separación de poderes, la suspensión de los tratados comunitarios y, en última instancia, la instauración de un régimen fundado en el supremacismo.
Quien sea propenso al vértigo no tiene más que considerar el artículo 21 de la Constitución de Alemania: “Los partidos que por sus fines o por el comportamiento de sus adherentes tiendan a desvirtuar o eliminar el régimen fundamental de libertad y democracia, o a poner en peligro la existencia de la República Federal de Alemania, son inconstitucionales”.
Atendamos a lo nuclear y dejemos de enredarnos en discusiones sobre si es o no legítimo judicializar la política, pues, como dejó escrito Fernando Savater en una de sus luminosas analogías, que un independentista manifieste ese reparo es como si un condenado por violación esgrimiera en su defensa la indelicadeza que supone para con su libertad judicializar el sexo. En cualquier caso, las leyes (empezando por la del divorcio, por la que siempre recordaremos a Paco Ordóñez, y siguiendo con la del matrimonio homosexual o la de derogación del Código de Justicia Militar) no son indisociables del sistema político que nos dimos tras la dictadura. O en otras palabras: lo que se presenta como una intolerable intromisión de la judicatura en la libertad de expresión es en verdad una pared maestra del Estado de derecho.
Dejemos de engañarles. Pero sobre todo, dejemos de engañarnos.
Voz Pópuli, 29 de marzo de 2018
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