En su artículo de la semana pasada en EPS, Javier Marías decía, a propósito de la suspensión de la incredulidad, que había dejado de ver House of Cards cuando "el vicepresidente estadounidense (Kevin Spacey) mata con sus propias manos a una periodista en el metro... y nadie lo ve, ni lo capta una cámara". "Lo siento", arguye, "pero un vicepresidente no está para esos menesteres. Se los encarga a un sicario". Si Marías hubiera salvado ese escollo, es probable que hubiera tirado la toalla ante la posibilidad de que la primera dama de los Estados Unidos fuera, a un tiempo, la vicepresidenta. A mí, cuando menos, se me antojó inverosímil, por mucho que la serie apunte a ese horizonte, el del duopolio depredador que va ascendiendo peldaños en la cadena trófica. (En jerga socialdemócrata: "Más que una pareja, somos un equipo").
Entre las razones de mi suspicacia se hallaba lo que el abogado de la infanta Cristina, Pau Molins, ha calificado hoy mismo de griterío mediático, precisamente en el programa de Ferreras. Imbuido, en fin, por la saña con que la nueva política se venía empleando contra los reservados, la moqueta y el carpacho, y ante la sumisión con que la tele (también, la tele escrita) acataba sus consignas, me pareció que la deriva argumental de HofC era un tanto osada.
Lo fue dejando de ser en el instante en que la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, declaró que no había "nada ilegal ni inmoral" en la contratación de su marido como responsable de política institucional de Barcelona en Comú. Y aún lo fue menos cuando el Consistorio contrató a la mujer del primer teniente de alcalde como asesora de la Regidoría de Vivienda. El último dique cayó cuando, hace quince días, Pablo Iglesias invistió a su pareja como portavoz parlamentaria, lo que la convierte en hipotética vicepresidenciable y proyecta una gélida luz sobre cada una de las veces en que el macho alfa de la manada ha regalado una serie de culto a su interlocutor. Como quien rinde, en efecto, sus credenciales.
Libertad Digital, 21 de febrero de 2017
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