Lucera mía
Al salir del taller, ya con la vespino en propiedad, reparé en que el resto de las motos que allí se adocenaban parecían estar dormidas, como si aquel badulaque, tan raramente familiar, fuera en verdad un almacén de androides con apariencia de fumadero de opio. El mecánico al que se la había comprado insistió en que la tratara con cariño, mas entonces creí que hablaba en jerga del oficio, en ese código lascivo que da en reservar a las máquinas los mismos atributos que a cualquier chica del póster; ya saben, motos que 'quieren' guerra, marcha, caricias. En el intento de quitársela de encima, le había pintado el carenado de negro y las llantas de blanco, lo que le daba un aspecto de lo más coqueto, como de ciclomotor psicodélico; el que llevaría el personaje de Ace Face en Quadrophenia, pensé, si los mods hubieran escrito su leyenda sobre vespinos en lugar de hacerlo sobre lambrettas. Aparcada frente al instituto, en medio de la barahúnda de hierros que allí solía haber, mi flamante vespino, erguida sobre el caballete, parecía un cisne negro que observara con desdén a sus iguales. A principios de aquel curso empecé a salir con Diana, la muchacha más hermosa del mundo, y como quiera que mi única ambición era demorar nuestras despedidas, la llevaba a casa todos los días. Si hubiera de reducir mi otra vida a un solo instante, a esa polaroid que hace del resto de la existencia un arrabal sombrío, me quedaría, sin duda, con una tarde de mayo en que, circulando por el Ensanche con Diana en la grupa, la besé en un escorzo y mi vespino, ay, se estremeció. Ese mismo día, al bajar de la moto, Diana se quemó el tobillo con el tubo de escape, en el que fue el primero de una larga lista de percances que, finalmente, alojaron en ella un temor tan vago como irracional, y que a la postre redundó en que declinara ir de acompañante. Andando el tiempo, y como ocurre con los ingenios que devienen familiares, la vespino me fue desvelando resortes insospechados. La clase de golpeteo, por ejemplo, que debía propinar a la luz para que dejara de titilar, o el trecho exacto que había que recorrer arrastrándola para arrancar en marcha, o el número de veces que, con la reserva por todo combustible, podía ir de casa al instituto y del instituto a casa. Tantos secretos me fue rindiendo, tantos fueron los matices con que me obsequió, que pilotarla empezó a ser inasequible para cualquier que no fuera yo. Los afectos, en suma, empezaron a contar tanto o más que la pericia; o, por decirlo de modo más preciso, la técnica con que había que cabalgarla no descansaba sino en la ternura. De ello me convencí luego de que Mario, que trabajaba como mensajero, la condujera un par de días (lo que tardaron en reparar su vespa) y, al devolvérmela, me reprochara el "poco caso" que le había hecho (eso dijo, 'poco caso', personificando el objeto como hiciera el mecánico). La sospecha de que, en el afán de hacerla suya, la hubiera forzado (el verbo se desplegó ante mí con inusitada procacidad) enfrió nuestra amistad. Debió de ser por aquellos días cuando apareció fotografiada en El País, ilustrando una noticia que hablaba del aforo de la sala Zeleste. La imagen había sido tomada un par de meses antes con motivo de una actuación de Paul MacCartney que provocó un tumulto en el acceso principal. Aficionado como era a los conciertos, la presencia de Lucera, que así la empecé a llamar, en la esquina contigua empezó a cobrar estatus de postal barcelonesa. Fue precisamente ahí, mientras yo disfrutaba de un recital de Los Suaves, donde me la robaron. La parálisis en que me sumí al advertir su ausencia me ayudó a recuperarla, pues no bien hube reaccionado, cuando ya la furia se abría paso entre el sobrecogimiento, oí su inconfundible arrullo. No en vano, ella y su captor venían derechos hacia el chaflán en el que yo me encontraba detenido, o acaso habría que decir hundido. El torpe cabeceo del piloto, así como la lentitud a la que circulaba, me llevó a pensar en que andaba perdido, de ahí, pensé, ese torpe regreso al lugar del crimen. Mi cábala se desvaneció al verlos derrapar, cual si ella, en efecto, hubiera regresado a mí. No pude comentar el lance con nadie, pues ya en esos días no tenía más amigos que ella; ni siquiera Diana, la hermosísima Diana, seguía a mi lado. Al poco, en un cumpleaños que alguien, no recuerdo quién, celebró en un garito, y al que fui a regañadientes, salí a airearme y vi que algunos de mis amigos evitaban el roce con ella, al punto de sentarse en todas las motos estacionadas en la puerta salvo en la mía, pues se había corrido la voz de que traía mal fario. En su anunciación como organismo, había abrasado a Diana, me había mostrado sus arcanos, había renegado de Mario y, en un alarde de sutileza, había confundido a aquel vaquilla hasta guiarlo hasta mí.
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No hubo en adelante nada comparable a atravesar Barcelona con los ojos cerrados, a sabiendas de que Lucera sorteará todos y cada uno de los obstáculos que le salgan al paso por la motivación, bien que absurda, de querer mi bien.
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Volví al taller para que le hicieran unos retoques y entonces supe a qué me había recordado el taller: se trataba de un remedo del anticuario de la película Gremlins, el de aquel chino que santificaba a sus criaturas por el procedimiento de no mojarlas, de no nutrirlas. Quién sabe si la locura también había mellado mi memoria.
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Hoy, en nuestro sexto aniversario, partimos hacia el norte. Tal vez no haya acantilado lo suficientemente bello para ofrendar nuestro amor de sangre y hierro.
Club Pont Grup Magazine nº 11, 10 de abril de 2016
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