lunes, 28 de diciembre de 2015
Patinadores en Montjuich
Cursé EGB en el colegio Bosque de Montjuich, en la montaña del mismo nombre, una suerte de pulmón al que Barcelona trataba de someter desde hacía un siglo, y que, pese a los sucesivos embates urbanizadores, conservaba intacto su carácter feraz, tan propicio para toda clase de fantasías. A mediados de los setenta, en las inmediaciones de la escuela se levantaba un poblado chabolista cuyos habitantes, familias gitanas venidas del Somorrostro, eran más bien amigables. No ocurría lo mismo con los calés del Parque de Atracciones, de quienes se decía que eran los más encallecidos navajeros de la ciudad; más certeros con la faca, si cabe, que cualquiera de los Jodorovich o Correa. Fantasías, ya digo, rebozadas en fantasías; aventis de intemperie que cada generación legaba a la siguiente no sin antes haber vertido las suyas. La primera lección de escritura que me impartió la vida fue que no siempre una capa más engrandecía el relato. Las más de las veces, de hecho, la porfía en los detalles sólo suponía un poco más de aparatosidad, casi siempre en detrimento de la verosimilitud y, ay, del misterio, y es que ninguna leyenda que mereciera la pena tenía más ingredientes que unos puntos suspensivos. Así la de los quinquis karatecas, una banda de salteadores que aguardaba a sus víctimas en las copas de los árboles que silueteaban los senderos, y caían sobre ellas como ardillas voladoras; o la del hombre del hacha, un vagabundo con malas pulgas y acento francés que escondía un hacha ensangrentada bajo el abrigo; o la de la curva de la muerte, cuya superioridad respecto a las anteriores era su existencia misma.
La curva de la muerte, también llamada de la Rosaleda por el parque contiguo y del Etnológico por el museo en torno al cual despliega su arco, es un viraje de 180 grados en mitad de una de las pendientes más pronunciadas de Montjuich. Cerrada sobre sí como una espiral interminable, la trazada por el borde interior (esto es, según se desciende, pues la vía es de doble sentido) resulta casi suicida debido al desnivel, al punto que ceñirse en exceso al seto que cierra la calzada es arriesgarse a caer de bruces. Así, en bajada, es como solían encarar la curva las motos y los bólidos que, durante buena parte del siglo XX, retumbaron a 150 metros sobre el nivel del mar. Entre 1932 y 1986, en efecto, Montjuich fue, además de una rara excrecencia en el sky line de la Ciudad Condal, un autódromo semipermanente donde llegaron a disputarse grandes premios de motociclismo y Fórmula 1. Las carreras comenzaban en la Recta del Estadio, que, treinta años después de la última competición, sigue conociéndose por ese nombre, Recta del Estadio, en lugar de por el de Avenida del Estadio, que es el que le corresponde oficialmente. La recta culmina, al llegar al coliseo olímpico, en un cambio de rasante tan vertiginoso que, según decían las crónicas de antaño, los autos planeaban como aviones. Tras el aterrizaje, una curva a la izquierda los escupía hacia la curva de la muerte, de la que sólo se salía ileso aminorando la velocidad hasta casi detener el vehículo.
Quienes no pulsaban el freno eran los skaters que a principios de los ochenta, se retaban en descensos a tumba abierta desde el Fonoaudiológico, el Fono. A semejanza de los quinquis karatecas o el hombre del hacha, nadie los había visto salvo por la vislumbre que propician las fábulas. En uno de aquellos corrillos colegiales, Foschini llegó a asegurar que en la curva'la-muerte (cedimos a la economía del lenguaje para aligerar el complemento, nunca para elidirlo) acostumbraba haber restos de sangre al día siguiente de las justas de monopatín: probablemente había muertos a docenas, y si no eran noticia era porque los supervivientes ocultaban los cadáveres en las inmediaciones del castillo, en lo alto de la montaña.
En el umbral de los años ochenta, y como quiera que nuestro lenguaje se nutría de la tele, pusimos en práctica la palabra 'psicofonía'. Si había cadáveres, obviamente, tenía que haber espíritus. Ciertamente, la grabadora de Michavila no parecía el artefacto más adecuado para aprehenderlos, pero bastaba con guardar silencio, concentrarse y escuchar atentamente para distinguir, entre el fragor del bosque, el gemido de ultratumba de los patinadores suicidas.
Los viernes, en el autocar que nos trasladaba del colegio a la piscina (la única instalación de la que carecíamos en un colegio que, por lo demás, disponía de millones de campos de fútbol, todos ellos superpuestos); de camino a la clase de natación, decía, la bulla se interrumpía de cuajo cuando el chófer entraba en nuestra curva y la niebla, o lo que a nosotros nos parecía niebla, se adueñaba del día para disiparse como por ensalmo en cuanto, al avistar de nuevo la recta, volvíamos al redil de los vivos.
Hoy, vencidas la juventud y la adolescencia, ya en esa edad equívoca, puramente ilusoria, que da en llamarse madurez, suelo subir a Montjuich a correr, que no es sino una forma de recordar. Con el afán, no siempre vano, de zambullirme en la curva y renovar las ganas de seguir recordando, que no es sino una forma de habitar el mundo.
Club Pont Grup Magazine nº 10; 21 de diciembre de 2015
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