En el florido pensil del nacionalismo catalán se halla desde tiempos inmemoriales el artículo 155 de la Constitución, que establece la posibilidad de que el Gobierno adopte las "medidas necesarias para obligar [a la autonomía que no cumpla con las obligaciones que le impone la Carta Magna] al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones". (Me percato ahora de la enternecedora sobreactuación que supone "obligar al cumplimiento forzoso", fruto, sin duda, de los usos sintácticos de la Transición). Para el nacionalismo, venía a decir, el solo hecho de que en España rija una ley que prevea esa clase de medidas demuestra que España es un Estado de naturaleza opresora, lo que avala la necesidad de desgajarse del mismo. Se trata, por supuesto, de una justificación tan falaz como la que resultaría de proclamar que, puesto que la iglesia castiga el pecado, qué mejor que fundar otra iglesia; otra iglesia, claro está, donde unos pocos decidieran qué es pecado y qué no lo es, empezando por el 3%.
Los orates del nacionalismo solían vincular el artículo 155 con la suspensión de la autonomía, sintagma que, en el humedal de sus sueños, les evocaba ríos de tanques agrietando la Diagonal, el secuestro de TV3 a manos de la Guardia Civil y aun el fusilamiento del ou com balla. De hecho, y desde que se restableciera la democracia, no ha habido día en que los partidos hegemónicos en Cataluña no hayan tratado de demostrar que, en efecto, España sangra cuando se la pincha. La paradoja recuerda cómo, en el cenit de la crisis económica, quienes alertaban de la inminencia de un estallido social eran en verdad quienes llevaban siglos alentándolo.
Es fama que el nacionalismo ha ganado la batalla del lenguaje. Entre otras razones, porque no ha tenido más contendiente que un puñado de particulares. La sigue ganando, acaso llevado por la inercia. No en vano, no existe el menor riesgo de que la autonomía catalana sea suspendida: ya lo ha sido. Los ejecutores de la suspensión no han sido los gobernantes españoles, como presagiaban las ficciones al uso, sino los gobernantes catalanes. La suspensión, en suma, no pasaba por Tejero y sus memes, sino por Mas, Forcadell y Baños. Y, sobre todo, pasaba por los votantes catalanes, esto es, por la pasmosa alegoría de un pueblo suspendiéndose a sí mismo.
Libertad Digital, 3 de noviembre de 2015
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