domingo, 30 de marzo de 2025

Una teoría del reemplazo

Sé de muchos madrileños, tal vez demasiados, que admiten sin rubor que no han pisado Barcelona, cuando hace años, ya no digamos en los míticos 70 u 80, las idas y venidas madrileñía-barcelonía eran frecuentes, y la balanza del vaivén no presentaba grandes desequilibrios en favor de unos u otros.

El hecho de que el poder (también la percepción del poder, su expresión misma) se aloje en Madrid, tal vez invite a pensar que había muchos más barceloneses que, por exigencias profesionales, frecuentaran Madrid, pero lo cierto es que Barcelona fue un polo de atracción para muchos madrileños.

No se trataba únicamente de la Pedrera o de las Ramblas, o de que las giras internacionales de las estrellas del momento acostumbraran a recalar en Barcelona en lugar de en Madrid. Para cualquier españolito de provincias (y Madrid lo era), ese ‘catálogo’ era igual de llamativo que descubrir una urbe con mayúsculas, una llanura gris perfectamente estratificada, investida de un aura de civilidad tanto más esplendorosa cuanto que jamás ha parecido impostada. ¡Y con playa! Ah, el goce que procuraba (y que aún debiera procurar) el paseo infinito por una trama callejera en la que impera la continuidad, sin más transiciones abruptas que las que la historia ha ido decantando, y cuyos checkpoints más traumáticos fueron desmantelados por el alcalde Maragall.

Madrid, pese a sus esforzados progresos, sigue siendo un burruño hostil. No en vano, uno de sus rasgos primordiales es el sinfín de emboscadas que tiende al viandante, esos atolladeros a lo Un día de furia en los que de repente se acaba el mundo (¡el terraplanismo hecho hormigón!), y que tienen como epítomes el galimatías escheriano de la confluencia de Alcalá y O’Donell, en el que la Casa Árabe emerge como un magnífico estorbo, o esa gincana para incautos que es el Paseo del Prado.

Las impresiones, lo admito, son un amaño, un sesgo de confirmación a la brava, pero dada mi condición de barcelonés, y teniendo en cuenta las muchas veces que he preguntado «¿has estado en Barcelona?», las mías rayan en lo sintomático.

Sea como sea, he consultado estadísticas y la mayoría de ellas indican que los madrileños tienen como destinos preferentes Cádiz, Santa Pola, San Sebastián, Puerto de la Cruz, Ibiza, Santander, Playa de Aro… ¿Y Barcelona? Hace unos días, la respuesta de un treintañero tuvo algo de humillación: «No, no he estado, pero a ver si convenzo a mi novia para que vayamos, porque tengo mucha curiosidad por conocerla». ¡Curiosidad! Y aunque de primeras me dije que el humillado era él, no hay que despreciar la incidencia de factores como el procés, el 1-O, Colau, las plusmarcas de robos a punta de navaja, la hispanofobia y esa imagen de detritus vocacional que tanto se ha propagado en los medios y hace arder las redes a diario. O la general idiocia. Así y todo, la indiferencia de los madrileños respecto a Barcelona es menos desagradable que la insólita contraparte que viene provocando esta descompensación. Esos miles de catalanes, no necesariamente barceloneses, que llevan instalándose en Madrid a la chita callando, y que han hecho del catalán la lengua vehicular del Retiro, en un remedo insospechado de aquella Invasión sutil del escritor mexicano Pere Calders.

The Objective, 30 de marzo de 2025

lunes, 3 de marzo de 2025

Trump en Hill Valley

Encerrona, reprimenda, regañina, desencuentro… La terminología que el periodismo ha utilizado para describir la escena del pasado viernes en el ala western se ajusta a la semántica convencional de la información política, cuando lo cierto es que el concepto que mejor define los hechos no pertenece a la esfera adulta. Se trató, en efecto, de un episodio de bullying; canónico, además: incluso hubo lugar en el encuadre para el hatajo reglamentario de secuaces que, en estos casos, acostumbra a jalear la hazaña del repetidor (literalmente, aquí, «repetidor»). Y para abrochar la similitud con el, digamos, género, uno de ellos, el tal DJ Vance, y digo bien, DJ, palmeó el hombro de Trump a la manera en que lo hacían los alumnos del Cobra Kai con Johnny Lawrence.

No obstante, y a la vista de la deriva tractoriana que fue adquiriendo el acoso, no cabe mejor antecedente cinematográfico que el del villano de Regreso al futuro, aquel Biff Tannen, tarugo oficial del pueblo ficticio de Hill Valley, que tiene atemorizados a sus convecinos y trata de escarmentar al desafiante forastero que encarna Michael J. Fox, Marty McFly. A semejanza del senador que en la sala ovoide le preguntó a Zelensky (con modales de agente de inmigración) por qué no llevaba traje, en Regreso…, uno de los pandilleros de Biff se encara con Marty, que viste un chaleco acolchado típico de su presente, y exclama: «¡Mira, Biff, el salvavidas que lleva este individuo, el muy tonto cree que se ahogará!».

Es conocido que en octubre de 2015, es decir, apenas dos semanas antes de las presidenciales estadounidenses, el guionista del film, Bob Gale, irrumpió en campaña para declarar que el personaje de Biff de la segunda entrega, un magnate sin escrúpulos que hace y deshace a su antojo y que ha hecho de Hill Valley poco menos que su finca de recreo, estaba inspirado en Trump. Lo que Gale ignoraba entonces es que el remedo mejor acabado de Trump es el del Regreso… original. O, si lo prefieren, el de Biff hostigando a Zelensky entre las risotadas de la turba.

La prueba de su inadvertencia es que Doc Brown, que se malicia que el viaje en el tiempo de Michael J. Fox es una fantasmagoría, le dice:

-Y bien, chico del futuro, dime, ¿quién es el presidente de los Estados Unidos en 1985?

-Ronald Reagan.

-¿Ronald Reagan? ¿El actor? ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Y el vicepresidente? ¿Jerry Lewis? Supongo que Jane Wyman es la primera dama, y que John Wayne es el secretario de Defensa.

Aquel simulacro profético, que me hizo sonreír cínicamente en mi adolescencia, sería hoy un horizonte luminoso.

The Objective, 3 de marzo de 2025