-No confundas la claridad con la simpleza. Detrás de cada palabra tiene que haber una idea, en efecto, pero trata de ligar los pases con algo de templanza o, en caso contrario, tu artículo parecerá un palimpsesto donde las frases concluirán, como aquellos telégrafos de western, con un horrísono ‘stop’. Eso no es limpieza, es ortopedia.
-Si no encuentras ‘el tema’, aléjate del presente un par de pasos. Hay una memoria a la que no se presta demasiada atención porque se la tiene por una magnitud menor, carente de empaque, y es la memoria del periódico de ayer, el de hace una semana o un mes. Procura, eso sí, que el contraste entre el dije digo y el digo diego no tenga por protagonista a Sánchez. Dada su mística de la mendacidad, carece de mérito.
-Evita enmascarar el yo diciendo ‘uno piensa’, ‘uno ha vivido’, ‘uno es partidario’, en la errónea creencia de que así difuminas tu presencia en el texto, como prescriben en la Facul. De hecho, y debido a la contorsión que exige ese ‘uno’, no haces sino amplificarla.
–Copia sin freno, sin complejos, con desafuero y orgullo. Si has leído a Toutain, sabrás que el estilo, cualquier estilo, se forja en la imitación. El gran problema es a quién imitar. (En ese libro sobre Quintà que ha escrito el esforzado Amat, el molde es Cercas. Y el resultado a la vista está: porno casero.)
-A no ser que estén al nivel de Podemia o Progreísmo, abstente de neologismos y demás refundaciones del mundo.
-Dado que, por primera vez en la historia, una masa de iletrados osa hostigar a las élites en nombre del derecho a la ofensa, no te prives de recibir de vez en cuando la suave reconvención del deontólogo de guardia. No ya por que sea un timbre de orgullo. Además, como debe de haber experimentado Félix de Azúa, es elixir de juventud.
-Tus hijos (ya no digamos mis hijas) son una fuente de inspiración tan natural como temible. El orgullo paterno los hará pasar por inteligentes, hipersensibles, audaces… Con los años descubrirás que esas semblanzas no pretendían retratarles a ellos sino a ti. Algo así como aquellos aplausos a los sanitarios que tanto tuvieron de autohomenaje. En mi caso, lo único que mitiga la vergüenza es que mis hijas son mejores que yo, pero claro, lo han sido a pesar de mis arrullos.
-Uno de los fraudes más habituales es enviar una columna que, al punto, y como consecuencia de un suceso importante, se convierte en un cadáver insepulto. Habría que reemplazarla por otra, claro, pero qué pereza. ¿Y si lo dejo correr? ¡Pues no habrá días para hablar del TEMITA! Es probable que a estas alturas de tus cogitaciones, el olor del texto sea ya nauseabundo. Mas no hay cuidado. Puesto que nadie leerá más que dos o tres palabras, las suficientes, en fin, para reparar en que escribiste para anteayer, los daños serán insignificantes.
-Hace poco, revisando un trabajo de mi hija, detecté un exuberante surtido de citas más o menos pertinentes. Las citas son como los tatuajes. Hubo una época en que fueron un símbolo de nobleza, ya fuera real o carcelaria. Acaso una impresión, nunca mejor dicho, de carácter, y el único retazo biográfico al que tenían acceso los jefes de personal en ausencia de Facebook. Un riesgo, ay, de exclusión. Hoy son una vulgaridad, como casi todo lo que está a un golpe de click.
-Y sobre todo, dado que la libertad empieza por uno mismo, aplícate la máxima del Titi, que el que lo prueba repite, yo no sé por qué será.
The Objective, 15 de enero de 2021
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