En diciembre de ese mismo año, una cuadrilla de encapuchados de los Provos (IRA Provisional) se presentó en su hogar y la secuestró. Cuadrilla, estimado lector, no es una elección inocente. A punto he estado de escribir que se la llevaron “a punta de pistola” pero ni siquiera hizo falta. Sobre Jean pesaba la acusación de ser una chivata. Al parecer, había socorrido a un soldado británico en uno de los corredores del Divis, y al punto aparecieron las primeras pintadas, lo que abrió la veda al hostigamiento de la familia. [En el film(in) ’71, el Divis aparece como uno de esos enclaves a los que la comandancia de las tropas del Reino Unido prohíbe entrar a sus soldados; un territorio mítico a fuer de real].
Al newyorker Patrick Radden Keefe, 44 años, le llamó la atención la desaparición de McConville, un caso tabú en Irlanda del Norte, donde tabú es el eufemismo que alude a la general resignación ante la evidencia de que nuestros muchachos, ay, la habían tenido que asesinar. ‘Tenido que’, sí; la barbarie y los libros de estilo son irreconciliables. Lo que no previó Keefe es que su investigación, reunida en el antológico No digas nada (Reservoir Books), echaría a rodar una bola que abarcaría la historia de la que es, probablemente, la banda terrorista que más altas cotas ha alcanzado en el escalafón del glamour. A ello contribuyeron las hermanas Dolours y Marian Price, tan sumamente idénticas en su oligofrenia swinging que Margaret Thatcher las tomó por gemelas.
Pero No digas nada es, por encima de todo, la más escalofriante caracterización de todos los otegis que en el mundo han sido, encarnada, aquí, en Gerry Adams. Se trata, de hecho, de una biografía de Adams (¡y familia!), del retrato asombrado del individuo que ordenó la detención de McConville y resolvió desaparecerla. Según declaró Dolours Price, dejar su cadáver en la vía pública no les habría dejado en buen lugar. Más dejando diez huérfanos en tierra de quién.
The Objective, 21 de noviembre de 2020
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