A Carlos Henrique Raposo le atrajo el bamboleo medio profeta
medio quinqui, con que los futbolistas más pintones de su Río natal se
paseaban por las boites. Y se propuso ser uno de ellos. Literalmente,
además. En un tiempo sin internet, su levísimo parecido con el delantero
Renato Gaúcho (Gremio, Flamengo, Fluminense,…) y una jeta de cemento
armado le abrieron las puertas de los grandes templos de la noche
carioca, donde se daba al más desaforado donjuanismo.
Hasta que Gaúcho, al que empezaban a endilgarle juergas homéricas que
jamás se había corrido, dio con él en un reservado y… quedó prendado de
su simpatía. Empotrado en el clan de Gaúcho, Raposo llevó el trampantojo
un poco más allá y, mediante favores, recomendaciones y sobornos, se
fue enrolando en equipos profesionales. No le bastaba con parecer futbolista; además, ansiaba su propia parcelita de gloria
y, qué demonios, cruzeiros a espuertas. Sólo había un inconveniente:
percibía el balón como una amenaza y lo trataba en consecuencia: a
coces. Y ni siquiera el apodo con el que se autoinvistió, Kaiser (por el
único que hubo, Beckenbauer), logró disimular esa carencia; antes al
contrario, la hacía más ominosa. Pero era Río y eran los ochenta, y a
donde no llegaban los enchufes lo hacía su gracejo, con el que
encandilaba a entrenadores, compañeros, directivos, magnates… Consciente
de que en caso de ser alineado saldría a relucir su pavorosa ineptitud,
fue fingiendo lesiones más o menos verosímiles: ora un
desgarro, ora un tirón, ora una torcedura… Nada que pudiera detectar la
tecnología de la época. En contrapartida, en las concentraciones
reinaba el buen humor, y en los desplazamientos no faltaban las
prostitutas, de cuya contratación y acomodo se encargaba personalmente
nuestro hombre. Hasta que en el club cundía el hartazgo y había de
emigrar en busca de otros incautos.
En el documental sobre su vida, Kaiser, recién estrenado en Movistar,
varios compañeros (entre los que encuentran Bebeto, Rocha, y el ya
fallecido Carlos Alberto) atestiguan su nulidad futbolística
entre risotadas y una sombra de melancolía. En los 20 años que duró su
‘carrera’, Carlos Henrique Kaiser Raposo formó parte de las plantillas
de Botafogo, Flamengo, Bangu, Fluminense, Vasco de Gama, América, el
Puebla mexicano y el Independiente argentino. No es un historial exento
de impurezas. En algunas biografías, por ejemplo, en esa lista figura
también el Gazélec Ajaccio, de Córcega, un segunda francés. Él mismo
cuenta ante las cámaras cómo el día de su debut los hinchas le llevaron
en volandas, y entregó un ramo de flores a la mujer del presidente, e
incluso habla de lo muy identificado que se sintió con los corsos, tan
indómitos, tan auténticos. Pero, como el film desvela amargamente,
Kaiser jamás pisó Córcega. Sencillamente, se hizo hacer unas fotos con
una camiseta del Gazélec y echó a rodar el cuento con la complicidad de
un amigo, al que presentaba como testigo de su paso por Francia. El
efecto de la verdad es perturbador, al punto que el pícaro deviene un impostor devorado por la impostura, una suerte de Enric Marco del balompié que ya no sabe en nombre de quién fabula: si de Káiser o del hombre que cree serlo.
Voz Pópuli, 30 de abril de 2019
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